La nostalgia del lobo teaser | Page 23

La nostalgia del lobo 23 puntillas. Un vasar construido en la pared de pizarra con tapetes blancos bordados con festones, bonitos entredoses y, por último, un armario tosco, con la puerta de madera medio abierta, en donde se veían trebejos de cocina. Una mesa redonda hecha de corcho, cubierta con un bonito mantel almidonado, hacía las veces de mesa de comedor. La mezcla entre la delicadeza del blanco nacarado con puntillas y bordados contrastaba con lo rudo y lo tosco de lo que se podía definir como un simple y burdo chamizo. Luego, a la mujer, poco a poco, se le fue soltando la lengua y me cosió a preguntas: si tenía hijos; marido; de qué vivía; qué se me había perdido por allí; por qué iba sola como un alma en pena por la vida, y muchas cosas más. Me explicó que su marido era cabrero, que tenía un hijo en la mili, una hija que estaba sirviendo en Cáceres y otra que estaba con los abuelos en un pueblo que no logro recordar el nombre de raro que era. Me costó trabajo arrancar y le prometí que, si volvía a pasar por allí, iría a verla. —Claro, hija, si güelves pásate. Yo no había hablao nunca con una mujer que sabe guiar coches y que es extranjera. A mí me gusta lo nuevo, lo diferente. Aquí siempre es lo mesmo y, claro, las cabras, pobrinas, no hablan. Soltó una carcajada y nos despedimos. Luego salió a la puerta, miró como manipulaba el trasto mecánico y me dijo adiós con la mano. De ser yo antropóloga, Miralda hubiera sido un sujeto interesante de estudio, tanto ella como su casa. Cuando la observé, remarqué su bonito rostro a pesar de su extremada delgadez. No debía de tener más de cuarenta, cuarenta y cinco años a lo sumo. Llevaba el pelo, los cuatro pelos, recogido en un moño cuajado de canas. Tenía rasgos delicados, unos bonitos ojos grises, una mirada vivaz y brillante. La mujer que borda, que cose, que le gusta dormir en primorosas sábanas, blancas, limpias, bordadas, con un cabrero posiblemente bruto y cazurro, incapaz de entender las delicadezas y atenciones de su esposa. ¿O no era así? Tal vez su marido se abanicaba con olorosas gardenias, era sensible y le gustaba revolcarse delicadamente en impolutas sabanas bordadas entre puntillas. Seguí conduciendo por un paisaje que parecía estático: bosques de madroñeras, castaños, lentiscos, brezos, encinares y carrascas ancladas a los recodos de un riachuelo. Los raquíticos pueblos de pizarra seguían pegados a la maltrecha carretera. Había alguna casa de piedra, majadas y apriscos sueltos aquí y allá, hasta que en la cima de una loma divisé la torre de un castillo que me sorprendió. Un rótulo desvaído clavado en un poste anunciaba el nombre del pueblo. Encima, en un paredón, estaba el más escalofriante símbolo del fascismo que había visto fuera del cine y al que ya me empezaba