La nostalgia del lobo
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dos negros. Los animales, sentados dentro de los senos del serón como dos
criaturas humanas, dejaban fuera el hocico y las cuatro patas atadas, como
un manojo de espárragos, mostrando en sus redondos ojillos el terror de la
muerte sin dejar de gruñir. Estaban reatados al raquítico asno, al serón y a
la albarda con sogas tan gruesas que parecían amarras de barco. Una mujer
reseca y yerma cuan un tasajo, toda vestida de negro, con cuatro cabellos
hirsutos y canosos, pelaba con una navaja tallos de zarzamora y se los comía.
Cariñosamente les acercaba los tallos a los cerdos. Me paré a contemplar la
tierna escena. A escondidas disparé un par de fotos y guardé rápidamente
la cámara bajo un pañuelo. Le di las buenas tardes. La mujer me miró con
curiosidad y sonriendo me tendió un tallo delicadamente limpio. Sin reparo
lo cogí, me lo llevé a la boca y saboreé su sabia amarga y más bien incomible.
—Aunque esté mal preguntarlo: ¿de pande eres? No eres como los de p’quí
—me preguntó.
—No señora, soy extranjera, de Suiza, y voy a ver la zona. No sé, Ciudad
Rodrigo. ¿Es bonito? ¿Queda muy lejos?
—¡Quiaaa! No, hija, no. Pero hace calor. Párate ahí, después de ese recodo,
donde hay unas casetas, yo ahora voy p’allá con las guarrapas. Te echas un
trago de mojo y te refrescas, que no es bueno guiar sola con el calor. Yo no
he visto nunca guiar coches a una mujer, eres la primera. Claro, p’ahí pal
extranjero y la capital sí que las hay. Anda, hija, espérame allí y me echas una
mano con las guarrapitas, que no está mi hombre.
Obedecí, como si fuera una orden, y me paré después del recodo en unas
majadas de pizarra. Eran unas cuatro o cinco casetas, una choza hecha con
cuatro palitroques y una corraleja en medio, llena de cagarrutas. Cuatro
cerdos jóvenes, guarrapos, como los llamaba ella, estaban a la puerta de una
pocilga revolcándose en los restos de humedad de lo que debía de haber sido
una charca. Unas chivas comían algo que no sabía lo que era mientras gulusmeaban
con sus azuzadas naricillas cuanto aroma revoloteaba en el ambiente.
Escasos minutos después llegó la mujer con el borrico y las guarrapas, que
no dejaban de gruñir, aunque parecía que, ese día, nadie quería matarlas
pero ellas no lo sabían. La mujer, que se llamaba Miralda, nombre nunca
oído que me pareció bellísimo, desató la cincha del borrico y las sogas que
sujetaban el cargamento obligándole a doblar los corvejones delanteros ora
uno ora otro. Era un jumento medio enano, gracioso y apacible. Me pidió
que le ayudara a empujar el serón de un lado para que resbalara y cayera al
suelo suavemente con las guarrapas encima de un montículo de cagarrutas
para que el golpe fuera más suave.