La nostalgia del lobo teaser | Page 21

La nostalgia del lobo 21 dos negros. Los animales, sentados dentro de los senos del serón como dos criaturas humanas, dejaban fuera el hocico y las cuatro patas atadas, como un manojo de espárragos, mostrando en sus redondos ojillos el terror de la muerte sin dejar de gruñir. Estaban reatados al raquítico asno, al serón y a la albarda con sogas tan gruesas que parecían amarras de barco. Una mujer reseca y yerma cuan un tasajo, toda vestida de negro, con cuatro cabellos hirsutos y canosos, pelaba con una navaja tallos de zarzamora y se los comía. Cariñosamente les acercaba los tallos a los cerdos. Me paré a contemplar la tierna escena. A escondidas disparé un par de fotos y guardé rápidamente la cámara bajo un pañuelo. Le di las buenas tardes. La mujer me miró con curiosidad y sonriendo me tendió un tallo delicadamente limpio. Sin reparo lo cogí, me lo llevé a la boca y saboreé su sabia amarga y más bien incomible. —Aunque esté mal preguntarlo: ¿de pande eres? No eres como los de p’quí —me preguntó. —No señora, soy extranjera, de Suiza, y voy a ver la zona. No sé, Ciudad Rodrigo. ¿Es bonito? ¿Queda muy lejos? —¡Quiaaa! No, hija, no. Pero hace calor. Párate ahí, después de ese recodo, donde hay unas casetas, yo ahora voy p’allá con las guarrapas. Te echas un trago de mojo y te refrescas, que no es bueno guiar sola con el calor. Yo no he visto nunca guiar coches a una mujer, eres la primera. Claro, p’ahí pal extranjero y la capital sí que las hay. Anda, hija, espérame allí y me echas una mano con las guarrapitas, que no está mi hombre. Obedecí, como si fuera una orden, y me paré después del recodo en unas majadas de pizarra. Eran unas cuatro o cinco casetas, una choza hecha con cuatro palitroques y una corraleja en medio, llena de cagarrutas. Cuatro cerdos jóvenes, guarrapos, como los llamaba ella, estaban a la puerta de una pocilga revolcándose en los restos de humedad de lo que debía de haber sido una charca. Unas chivas comían algo que no sabía lo que era mientras gulusmeaban con sus azuzadas naricillas cuanto aroma revoloteaba en el ambiente. Escasos minutos después llegó la mujer con el borrico y las guarrapas, que no dejaban de gruñir, aunque parecía que, ese día, nadie quería matarlas pero ellas no lo sabían. La mujer, que se llamaba Miralda, nombre nunca oído que me pareció bellísimo, desató la cincha del borrico y las sogas que sujetaban el cargamento obligándole a doblar los corvejones delanteros ora uno ora otro. Era un jumento medio enano, gracioso y apacible. Me pidió que le ayudara a empujar el serón de un lado para que resbalara y cayera al suelo suavemente con las guarrapas encima de un montículo de cagarrutas para que el golpe fuera más suave.