20 Crescen García Mateos
un triple, un inhumano esfuerzo para arrancar unas patatas ruinosas y desaboridas.
Hacían todo en silencio, con miedo a rozarnos para no mancharnos.
Siempre tenían frío. Nosotros, en cambio, teníamos buenas calefacciones,
agua caliente a raudales. Vivían en barracones prefabricados a orillas del
lago, con la humedad del frío y del alma adherida a los huesos, a las mismas
entretelas, a las entrañas. Cuando los veía siempre pensaba en la definición
latina del obrero, instrumentum vocale, herramienta que habla.
Tardé en comprender por qué se juntaban en la estación, hasta que, mucho
tiempo después, supe que iban a ver partir el tren a Cerbère, España.
Mi padre solía decirme: «Hija, al fascismo no hay que acercarse, solo genera
maldad e ignorancia.»
Parecían parados en el tiempo, atribulados a un espacio remoto donde
el desarrollo hubiera dejado de existir. Un viernes tras otro, a las siete de la
tarde, se apostaban en la estación con el casete de pilas desajustadas pegado a
la oreja escuchando canciones quedas como Adiós mi España querida, España
mía, El emigrante, Los adioses, Tatuaje u otras canciones de igual añoranza.
Eran canciones para el recuerdo cantadas por Antonio Molina, Doña Concha
Piquer, Miguel de Molina, Sara Montiel, Rafael Farina, Juanito Valderrama.
Se arremolinaban en pequeños grupos para protegerse mutuamente. Las
estrofas repicaban ensoñadoras, en susurros porque en este país, en el cual
vivía y vivo, no se permite el ruido, y revisores y policías se les acercaban
exigiendo bajar la sorda sintonía e incluso el susurro: «Pas déranger.» Ellos,
acostumbrados a obedecer, bajaban el volumen de sus transistores, la voz y la
mirada. En sus cuatro palabras mal pronunciadas repetían el eterno perdón:
«Pardon, Monsieur, excusez-moi, Monsieur.» Era el perdón por su pobre atuendo
y su pesar. En sus rostros marcados y huidizos se apreciaban nubarrones
de pobreza y miedo. Mucho miedo, como el que percibía en las almas con las
que me cruzaba en aquellos vericuetos. Era la España del miedo, así lo sentí.
En los tramos cercanos a los pueblos, la carretera se convertía en un terregal
y concurrido hormiguero: rebaños de cabras, reatas de mulas, vacas, piaras
de cerdos negros y canijos que eran los que aportaban el mejor jamón del
mundo. Mujeres montadas a sentadillas a lomos de frágiles borricos sujetos
por burdas jáquimas de cordel. Caballos con o sin albarda que a duras penas
acarreaban aguaderas y serones llenos de cualquier cosa: aperos de labranza,
cántaros de agua, cargas de remolacha, berzas, heno y almas de todo tipo a
lomos de acémila o a pie.
Un borrico muy pequeño, que me hizo pensar en el tierno Platero, estaba
pastando junto al camino. En su serón iban atados y como clavados dos cer-