La nostalgia del lobo
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tallados por puras pezuñas de animales salvajes y asilvestrados desde la eternidad
de los tiempos. Poco a poco fui descubriendo la dura realidad de lo
que significaba vivir bajo el subdesarrollo de una terrible dictadura: atraso,
ignorancia, pobreza, opresión, mucha opresión.
Continué trepando, subiendo, bajando por los espinazos de sierras oblicuas
suspendidas del mismo firmamento por un invisible hilo de pescar
sin más objetivo que el de salir de allí y llegar a alguna parte. Los escasos
transeúntes con los que me cruzaba, arrieros, pastores, cabreros, reflejaban
en sus huidizas miradas la curiosidad y desconfianza. ¿Qué hacía una hippie
pelirroja oliendo a pachuli, trotando con un «dos caballos» rojo, por aquellos
andurriales? Era como si aquel remoto y perdido lugar quisiera besar el cielo,
acariciarlo desde sus crestas y engastarlo en las mismas entrañas de la tierra
para impedir que flotara y se perdiera en el espacio.
Nunca he podido entender qué se me había perdido allí, en un paraje
que mi mente jamás hubiera podido imaginar. ¿Qué casualidad me había
llevado hasta donde el progreso no existía y el atraso conducía al desaliento?
Si fuéramos capaces de entender con rapidez, con más ligereza, los actos
involuntarios que nos llevan a casualidades extremas, con toda seguridad
jamás habría cometido tamaño dislate. Me habría informado antes. No era
un lugar del que yo hubiera oído hablar o tuviera de él la más remota idea ni
en mi portentoso imaginario, a menudo desmedido y traicionero. Solamente
ahora, cuarenta años más tarde, soy capaz de volver a él, de rememorar y
describir el error, el horror y el apabullante deseo de amor y de libertad que
despertaron en mí aquellas confusas vacaciones de las que tanto aprendí. Allí
entendí que lo que nos mueve a los humanos es el conocimiento, el deseo, la
búsqueda del amor, la compasión con el dolor ajeno y con el nuestro propio
y de eso, en aquellos doloridos parajes, había mucho.
Las imágenes que encontraba me devolvían el recuerdo de los emigrantes
de piel cetrina, con caras de hambre y de frío que parecían salidos de otros
tiempos, de otros mundos, del mismo averno para ir a parar a la opulenta
Suiza. Los viernes, sobre las siete de la tarde, se apostaban en la estación. A
esa hora yo volvía de Neuchâtel donde hacía un curso de etnolingüística en
su universidad. Durante mucho tiempo no entendí por qué estaban allí. No
era la hora de volver o ir al trabajo, eso lo hacían por la mañana o a primera
hora de la tarde estrujando la fiambrera envuelta en papel de periódico, en
una bolsa de la migros. Se iban bajando en los apeaderos para incorporarse
a las cadenas de montaje, a la construcción, a la agricultura en los campos
acarambanados donde las azadas y los picos rebotaban procurando un doble,