18 Crescen García Mateos
a la benemérita le daba por detenerme en medio de aquellos recodos donde
anidaba la soledad más profunda que imaginarse pueda, no se enteraría ni
Cristo. Podían hacerme lo mismo que a aquel hombre: desconfiar de mí, seguirme,
investigarme y hasta encarcelarme. ¿Cuál sería su delito? ¿Ser pobre,
robar una gallina? No, Margaret, no seas neurótica, habría alguna causa, por
absurda que fuera, para detener a aquel individuo de aspecto campesino, me
dije, tratando de tranquilizar mi asustada mente. Algo me hizo pensar en
el bueno de Miguel Hernández detenido en Portugal y devuelto a España
por llevar un reloj de rico, regalo de un amigo, indumentaria de indigente
y el hambre pegada a las entretelas. Conduje durante horas sin pararme,
quería llegar a algún lugar, aunque no sabía muy bien adónde ni tampoco
importaba mucho.
No quise entrar en Salamanca, conocía bien la ciudad, había hecho un
curso de español en su universidad hacía algún tiempo. Brigitte, mi amiga,
se había ido unos días antes y aunque sabía que le habría encantado que la
visitara, no me apetecía pararme. La llamaría para quedar.
Después de la llanura castellana, enfilé por una carretera que serpenteaba
entre castaños, nogales, todo tipo de chaparros y verbascos en flor que crecían
en las sierras encabritadas sobre colinas y riachuelos. Las aldeas, asustadas,
saludaban al viajero enraizadas en la nada, flotando en páramos pelados
como ignotos restos del origen de aquel macizo y su civilización. Los pueblos
y alquerías estaban puestos aquí y allá sin más propósito que el de estar en
alguna parte y procurarse el abrigo. Otros estaban en medio de llanuras desprovistos
de todo resguardo y protección. A la orilla de la carretera, dehesas
con toros bravos y piaras de cerdos negros pasturaban. Las carreteras estaban
malamente asfaltadas o sin asfaltar, eran simples trochas sin indicadores en
los cruces y sin saber muy bien a dónde irían a parar. Continuamente se
oían zureos y graznidos de aves, cencerros, bramar de vacas, balar de cabras,
ladridos de perros, gruñidos de cerdos, rebuznos de burros y cuanto ruido
vegetal o animal era posible. Había tramos en los que solo se oía el ron-ron
del coche o la fuga de una comadreja.
Seguí con el pánico pegado al cuerpo por un intrincado laberinto de
puertos y sierras boscosas, donde el viento se perdía sin saber a dónde soplar
con más fuerza. En esa nada de angostos recodos, de covachas, apriscos y
majadas, encontré a mi amado. Fue ahí donde tropecé con ese amado que
siempre anidará en el hálito de mi piel sin que el tiempo, la intemperie, las
arrugas de la vejez u otros maleficios lo borren. No sé por qué, pasé por aquel
predio montañés encaramado en longevos serruchos entre maleza y canchales