La nostalgia del lobo teaser | Page 14

14 Crescen García Mateos distante de la mía, más lejana en el imaginario sociocultural que en kilómetros. ¿Cómo aquel país, puente entre Europa y África, anclado entre los Pirineos y el Estrecho de Gibraltar podía haber tenido una historia tan rica y a la vez tan trágica desde el principio de los tiempos hasta ahora? ¿Por qué su pueblo había sido capaz de hacer aquella guerra como si de un maleficio se tratara? ¿Qué perverso conjuro había caído sobre ellos para hacerlos únicos responsables de su mala suerte, de vivir una especie de delirio, a modo de dictadura caudillista, llamado franquismo? Mi padre había acabado sus estudios de arquitectura en los comienzos de la guerra civil española y, ni corto ni perezoso, se enroló como brigadista con un grupo de franceses y se fue con las brigadas internacionales para combatir el fascismo a Madrid. Allí luchó codo a codo con gentes de mil calañas unidas por un ideal: salvar la República española. Conoció a grandes personajes del mundo de la política y de la cultura como Robert Capa, Tina Modotti, Andreu Nin, Abad de Santillán, al científico Negrín, al genial Machado y hasta al mismo Durruti. Nunca dejó de lamentarse del desastre de la República, en cuyas brigadas había progresistas de más de medio mundo, incluso estudiantes chinos de París. Todos habían depositado su esperanza en aquella República como medio para impedir la expansión del fascismo. El lema era: «¡No pasarán!», pero sí pasaron. Al volante de mi flamante «dos caballos» rojo iba recordando los retazos de la historia de aquel país en el que ya había estado varias veces y que ahora me disponía a conocer lo más profundamente posible. Mi padre siempre comentaba, lleno de rabia, los desatinos y ultrajes de aquella guerra, de unos militarotes golpistas y sin entrañas capaces de destrozar el país llevándose miles de vidas por delante sin recato ni miramiento. También se quejaba de algunos supuestos intelectuales de izquierdas que habían participado en la República, quienes fueron muy criticados durante la contienda y después, como la misma Modotti, periodista y fotógrafa reconocida, secretaria de la Pasionaria y no menos entusiasta de Stalin que ésta. La tal Modotti murió en 1942 de manera dudosa en México, donde el presidente Cárdenas la había acogido como a tantos disidentes del franquismo. Otros, como Negrín, casado con una rusa, fueron acusados por la izquierda más radical de entregar el oro del Banco de España —que, según voceaban, en esa época era la tercera reserva del mundo (ya sería menos)— para comprar armas a la URSS, armas que llegaban tarde, mal, nunca y que, según los brigadistas que llegué a conocer, amigos de mi padre, eran pura chatarra, restos oxidados en los almacenes desde la revolución rusa, y la Pri-