I
En el verano de 1970 fue la primera vez que me aventuré a realizar un
viaje sola por España, sin más objetivo que el de adentrarme en el país y
conocer en profundidad su lengua y su cultura. Ni mi aventura quijotesca
ni mi portentosa imaginación hubieran podido imaginar cuanto aconteció.
Para entender el dislate de aquel verano, he necesitado el correr de los años
y la ausencia del amado. Voy a tratar de describir las contradictorias sensaciones
que experimenté: el amor, la solidaridad, el deseo, la culpa, la curiosidad
y el miedo, mucho miedo; un terror jamás vivido hasta entonces que he
arrastrado cosido a mis entrañas a lo largo de toda mi vida. Para explicarlo,
necesito adentrarme en mis rincones más íntimos y sincerarme conmigo
misma por tanta confusión, tanto dolor como viví en aquellos intensos días
y de lo que, como consecuencia, aprendí después. No sé si mi capacidad para
inventarme vidas ajenas me traicionará a la hora de contar la mía.
Nací en el seno de una familia ginebrina burguesa y calvinista, formada
por un famoso arquitecto y una respetable cirujana. Mis padres me educaron
según correspondía a su impoluta moral: pragmática y aséptica, pero liberal
y comprometida. En mi familia siempre habíamos estado muy vinculados
a España, mi padre se encargó de ello. Yo había terminado mis estudios de
sociología y filología española, y aunque creía que conocía bien el país, la
realidad era que no sabía nada fuera de su literatura. Me gustan las palabras
y por esa razón quería conocerlas todas e incorporarlas a mi léxico, deseaba
perderme en sus matices. He de reconocer que estaba fascinada por la historia
de España, su lengua y su cultura y, también, por la de América Latina.
España siempre me fascinó: Cervantes, Picasso, Machado, Lorca, Buñuel,
su Carmen, sus múltiples Cármenes, sus chulapas de mirada intensa y felina,
sus toros y toreros y la relación entre Eros y Tánatos propia de esa tierra tan