26 Crescen García Mateos
comida. Probaba todo lo que me parecía sano.
La tarde caía cuando subí a la muralla que daba la vuelta al pueblo. La
muralla era como en forma de caracol, muy curiosa. Al estar situado en el
esqueleto de una loma, la vista era espléndida. A lo lejos se visualizaban pueblos,
torres de iglesias, dehesas y prados con vacas y piaras de cerdos negros
pasturando libremente. Rápidamente comprendí que eran vacas moruchas
y toros bravos.
Visité rápidamente el pueblo que parecía sacado de un cuento medieval,
detenido en el tiempo. Me despedí del joven y agraciado charro y volví a
emprender la ruta hacia alguna parte. En el primer pueblo que encontrara
me dispondría a pasar la noche. Trataría de llamar a mi familia y a Brigitte,
eso si había teléfono, para darles cuenta de mi estado de salud y de ánimo.
Al volver a pasar junto al símbolo del Movimiento, me venían las ganas de
arrancarlo y tirarlo por el precipicio. «Si vuelvo a pasar por aquí, juro que
te arranco, hijo de puta, cabrón, refascista», le dije en alta voz, con toda mi
rabia al yugo y las flechas. Después me asusté de mis propios insultos.