La muerte del tirano Fidel Castro Suplemento Fidel Castro | Page 24

Fidel Castro, el último representante del Cretácico manifestaciones callejeras, sublevación de cacerolas, inquietud militar, que en la antigua jerga criolla se conocía como «ruido de sables». El problema de los mitos es que viven de la ilusión, de la utopía, de las energías juveniles. Los elegidos de los dioses mueren jóvenes, decían los antiguos, y el dios barbudo de la Habana empezó más bien pronto a descomponerse, a envejecer, a llenarse de canas y de arrugas feas. El embajador de la antigua Yugoeslavia en la Cuba de comienzos de los setenta, hombre de sólida formación marxista, director de la mejor revista teórica de su país, me decía en voz baja: «Los cubanos no saben que ninguna filosofía dura cien años». Y agregaba con algo de sorna: «Tampoco saben que el revisionismo no es más que la revisión del estalinismo». Habiendo discutido con Fidel, habiéndolo observado con atención, tengo la impresión de que él sí sabía, pero también sabía que no le convenía saberlo. Hubo un momento oscuro de la revolución en que se propuso durar a toda costa, con todos los medios a su alcance, y a su manera lo consiguió. Me parece que tenía una intuición fundamental: los movimientos de izquierda «moderada», las diversas formas de la social democracia contemporánea, no le servían de nada y podían llegar a constituir un peligro serio para el poder suyo. Por eso estropeó sin compasión la visita a Cuba de Michelle Bachelet durante su primer período presidencial, a pesar de que ella abandonó una ceremonia importante y corrió a verlo apenas el Comandante en Jefe retirado movió un dedo para llamarla. Veo en la televisión las manifestaciones de delirante alegría de los cubanos de Miami, los de la calle 8, y tengo sentimientos contradictorios. Comparto esa alegría, estoy plenamente con ellos, así como estoy con los cubanos del exilio interior, que son muchos más de lo que piensan nuestros ingenuos políticos, pero siento tristeza por el enorme tiempo perdido, y por las consecuencias devastadoras que tuvo el fanatismo castrista, que tuvieron los dobles lenguajes hipócritas, engañosos, en Chile y en toda la América nuestra. Fui uno de los escritores de lengua española más censurados de mi época, más víctima de rechazos, zancadillas, ninguneos, y no me arrepiento de nada. Fidel Castro, antes de cerrar la puerta del despacho en el que se había reunido conmigo antes de mi salida de La Habana, un domingo en la noche de marzo o de abril de 1971, me hizo una pregunta curiosa y se la respondió él mismo: «¿Sabe usted qué me ha sorprendido más de este encuentro?», y contestó de inmediato: «Su tranquilidad». Quizá esperaba que me desmayara de miedo frente a su cólera. Pero yo ya sabía perfectamente que esa cólera no era de origen divino: que era la de un Dios venido a menos, la de un Mesías extraviado, para desgracia suya y de mucha, demasiada, gente. Un mito autoritario produce censuras y represiones de todo orden. Stalin, desde su enorme poder, desde sus estatuas multiplicadas, provocaba cultos menores de la personalidad en las más diversas latitudes. Fidel Castro y Ernesto Che Guevara también los provocaban, pero en escala menos universal. Estoy convencido de que la desaparición de Castro en América Latina puede facilitar un lenguaje político más maduro, más libre, en el sentido más amplio