La muerte del tirano Fidel Castro Suplemento Fidel Castro | Page 23
Fidel Castro, el último representante del Cretácico
jóvenes y negros que se enfrentan muchas veces a largas condenas en condiciones
«infrahumanas, degradantes y crueles».
A finales de 2016, en las cárceles cubanas aún existen alrededor de un centenar de presos
políticos.
El mito anciano
Fidel Castro fue un mito, una leyenda, y no sólo de Hispanoamérica, del mundo entero. Fue
un mito en la mal llamada América Latina, en las universidades de los Estados Unidos, en
Europa Occidental, en la Unión Soviética, en el Japón. Quizá sus creyentes menos
fervorosos fueron los soviéticos, que conocían por dentro los mecanismos de fabricación de
mitos en el universo estalinista, y que en 1959, después de la muerte de Stalin y del famoso
discurso de Nikita Kruschev en el congreso de 1956, habían entrado en un proceso de dudas
serias, angustiosas, paralizadoras.
Llegué a Cuba en calidad de diplomático chileno algunos años más tarde, en diciembre de
1970, a pesar de los insistentes consejos en contrario que me había dado en privado, con las
debidas reservas, mi amigo Pablo Neruda. A las pocas horas de mi llegada a La Habana me
encontraba entre las bambalinas de un enorme teatro, detrás del telón rojo, escuchando el
discurso en que Fidel Castro trataba de explicar el fracaso de su proyectada zafra azucarera
gigante. Algo más tarde, durante una conversación nocturna en la sala de redacción de
«Granma», el diario de la revolución, Fidel me dijo que le pidiéramos ayuda, los chilenos
que empezábamos en una aventura socialista, en caso de necesidad, y agregó las siguientes
palabras textuales: «porque seremos malos para producir, pero para pelear sí que somos
buenos». Ahora bien, Chile y América Latina no necesitaban ayuda militar: necesitaban
desarrollo, educación, agricultura eficiente. Casi todos nos equivocamos, y cuando salí de
mis errores personales y escribí sobre el tema, fui implacablemente castigado y censurado.
El Che Guevara era un voluntarista perfectamente convencido. Cuando se produjo el primer
golpe militar de América del Sur, en abril de 1964, y cayó el régimen brasileño de Joao
Goulart, declaró ante periodistas y funcionarios de las Naciones Unidas en Ginebra, Suiza,
que eso era lo mejor que podía ocurrirle a los revolucionarios: caía un régimen democrático
mediocre y las cosas se planteaban en forma clara. Por un lado, la revolución, por el otro,
los gorilas armados, con lo cual la revolución triunfaría en forma inevitable. Era una mala
profecía y una perfecta expresión de aquello que los franceses llamaban la «politique du
pire», la idea de tocar fondo en el infierno para llegar antes al paraíso.
Fidel Castro era más pragmático, más cazurro, más hábil en el manejo de situaciones de
emergencia. De otro modo, habría sido derribado como todos los jefes de los «socialismos
reales» de su época. En un momento determinado, en días en que se acercaba al invierno de
su descontento, pareció que el inesperado triunfo de Salvador Allende le daría un respiro.
Trató entonces de abrazar a Salvador, y fue el abrazo mortífero del que se ahoga. Viajó al
Chile de la Unidad Popular en visita oficial de once días, se quedó casi treinta y contribuyó
en forma tangible, absurda, a una peligrosa exacerbación de la oposición chilena: