LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 329
Markus Zusak
La ladrona de libros
La imagen de Rudy desnudo
Había una mujer.
En el rincón.
Tenía la trenza más gruesa que jamás hubiera visto. Le acordonaba la
espalda y, a veces, cuando se la pasaba por encima del hombro, reposaba sobre
su colosal delantera como una mascota bien cebada. De hecho, todo en ella era
colosal. Sus labios, sus piernas, los adoquines de su dentadura. Tenía una voz
poderosa y directa. No había tiempo que perder.
—Komm —les ordenó—. Adelante. Esperen aquí.
Por el contrario, el médico parecía un roedor medio calvo. Era pequeño y
ágil, y se paseaba por el despacho escolar con movimientos frenéticos pero
formales y una peculiar gesticulación. Para colmo, estaba resfriado.
Es difícil decidir cuál de los tres chicos se mostró más reticente a la hora de
quitarse la ropa cuando así se les ordenó. El primero los miró a todos, uno a
uno: al profesor, luego a la descomunal enfermera y después al diminuto
médico. El segundo se limitaba a mirarse los pies y el último daba las gracias
por estar en un despacho y no en un callejón oscuro. Rudy pensó que habían
llevado a la enfermera para meterles el miedo en el cuerpo.
—¿Quién es el primero? —preguntó la mujer.
—Schwarz —respondió el maestro encargado de la supervisión, herr
Heckenstaller, escogiendo a uno de los chicos después de echar un rápido
vistazo.
No parecía un hombre sino un traje oscuro, y tenía un bigote por cara.
El desgraciado Jürgen Schwarz se desabrochó el uniforme con gran
desasosiego, pero se dejó puestos los zapatos y los calzoncillos. En su rostro
alemán sólo quedó una desesperada súplica.
—¿Y? —inquirió herr Heckenstaller—. Los zapatos.
Se quitó los zapatos y los calcetines.
—Und die Unterhosen —añadió la enfermera—. Y los calzoncillos.
Tanto Rudy como el otro chico, Olaf Spiegel, habían empezado a
desnudarse, pero aún estaban muy lejos de encontrarse en la comprometida
329