32 Cristina Harster Wanger
graduar los movimientos. O al menos durante largos ratos y
durante un tiempo limitado, porque enseguida entendí que
tener dos pares de extremidades y hacerlas colaborar entre ellas
facilitaba mucho la vida diaria. Ha sido un trabajo laborioso
activar aquella parte de mí tan gandula, pero el resultado ha
merecido la pena. Poner la pierna y el pie izquierdo de manera
correcta contribuye a darme estabilidad cuando ando, ya no
me caigo tan a menudo y, aunque parezca mentira, a pesar de
continuar siendo diestra, hoy en día uso la mano izquierda
para manipular objetos delicados o hacer gestos con más precisión.
Supongo que debe contribuir el hecho de que soy yo
misma quien ha entrenado esta parte mía tan rebelde según
mis necesidades.
Entre los enemigos más terribles de mi niñez, estaba un tipo
de mono hecho de una pieza, pantalones cortos y parte de arriba
unidos por una cremallera que tenía una gran anilla en el extremo.
Mamá había hecho uno para mí y otro para mi hermano,
un año más pequeño que yo, a partir de un recorte de tela de
toalla azul marino. Durante el verano anterior a mi entrada en
la escuela de Montjuic, había sido nuestro uniforme de ir a la
playa. Mientras él se lo enfundaba en un santiamén, ansioso de
poder correr calle abajo hasta llegar al paseo marítimo del pueblo
donde veraneábamos, para mí meterme dentro de aquello
suponía una auténtica tortura; mis brazos nunca llegaban lo
bastante atrás como para encontrar el agujero donde tenían que
meterse. ¡Cuántos momentos de tensión provocó entre mamá
y yo aquel maldito modelito! Ambas perdiendo la paciencia,
inmersas en un maremágnum de gritos y llantos.
Los veranos no me gustaban nada en aquella época, pero
tampoco me gustaban cuando nos mudamos a la torre, situada
en una urbanización a medio camino entre la montaña y
el mar. Ni siquiera cuando se hizo la piscina. De hecho, no