44 Cristina Harster Wanger
hacía sospechar que ella tampoco las tenía todas consigo, por
mucho que intentase disimular.
—¿Y yo qué? ¿Y yo qué? –saltó de pronto mi hermano, que
acababa de volver de la ronda de reconocimiento al vestíbulo
de la escuela–. ¡Yo soy tan valiente que he entrado en el edificio
solito! No como Cristina, que se esconde detrás de tus
pantalones.
— Sí, cariñín. Tú eres un niño muy valiente, pero Cristina
también. Es su primer día de colegio y no ha dejado caer ni
una sola lágrima –dijo mamá, mientras me guiñaba un ojo
cómplice.
—¡Buenos días tengan ustedes! Permítanme presentarme,
soy el director de este centro. Estoy encantado de dar la bienvenida
a esta familia tan maja. Un colega mío me ha hablado
mucho de una niña que viene a su consulta. Se llama Cristina.
¿No será por casualidad esta jovencita con las trenzas morenitas
y este chaleco tan moderno? –dijo dirigiéndose a mí.
Era un hombre más bien pequeño, con un cráneo reluciente
que contrastaba con un traje oscuro y una corbata a
juego. Bajo unas minúsculas gafas redondas destacaba un gran
mostacho, tan poblado como el del policía que nos habíamos
encontrado hacía unos momentos, antes de subir aquella
montaña, que para mí y precisamente aquel día, no tenía nada
de mágica; era una incógnita respecto a mi futuro inmediato.