La galería de los inmóviles 43
estaba esperando gracias a la recomendación expresa de no sé
quién; parece ser que, para entrar en aquel centro, se tenía que
ir muy pero que muy recomendado.
—¿Cómo? ¿Por no sonreír? ¿Está usted de groma? –continuaba
mamá, sin entender demasiado de qué iba la cosa.
—¡Ni de groma ni de broma, señora mía! –contestó el policía,
mientras se acercaba a mi ventanilla para guiñarme el ojo
sobre un poblado mostacho negro–. Y ustedes, jovenzuelos,
¡hagan el favor de sonreír también, que si no me los tendré
que llevar al calabozo! –dijo dirigiéndose a mi hermano y a mí.
Durante los dos años siguientes, aquel alto y aquella demanda
de sonrisa bajo la amenaza de multa se convirtieron
en el santo y seña que nos habilitaba para ascender más allá de
un teatro griego y de una fuente del gato donde yo jamás vi a
ninguna chica colgada del brazo de un soldado, como asegura
la canción popular.
Al final de nuestro trayecto apareció un edificio de una sola
planta, anguloso como una caja de zapatos y alicatado de oscuro,
como lo estaban los cuartos de baño en aquel momento,
al menos el de nuestra casa.
—¡Vamos, puchi puchi! No pongas esa cara de pocos amigos
–insistía mamá, mientras buscábamos un sitio para aparcar el
coche que no fuera demasiado alejado, porque mi escuela se
encontraba al final de una larga pendiente y ella no tenía ganas
de arrastrarnos a mí y a mi hermano–. A ti que te gusta tanto
conocer cosas nuevas… ¡Ya verás como todo va la mar de bien!
Pero yo seguía preocupada, por no decir directamente asustada.
Porque una cosa era conocer cosas nuevas y otra bien
distinta era entrar en una nueva realidad que habría de formar
parte de mi día a día durante los próximos años.
—¡Cristina, vamos, cariño! Tú que eres la valiente de la
casa –intentaba calmarme mamá en un tono de voz que me