42 Cristina Harster Wanger
acabase en tragedia, yo tenía que hacer un esfuerzo supremo
para recuperar la calma. No me fue nada fácil, las emociones
siempre me acaban venciendo. Exactamente como le pasaba a
grand-maman, que en el cielo esté, si es que hay uno.
A mis seis años, el gran cruce que llevaba hacia mi nueva
escuela me pareció un lugar insalubre, lleno de tráfico, cemento
y humo. No sé por qué, pensé que aquellos colores
grises del entorno hacían juego con los edificios de la policía,
donde aún hoy en día se tramitan los pasaportes y otros documentos
burocráticos, y con la plaza de toros que se alzaba
delante. Actualmente todo ha cambiado. La plaza de toros
es un centro comercial con un mirador en el tejado que para
mí es sinónimo de alegría, porque a menudo es un punto de
encuentro con amistades.
Dentro de nuestro coche, mamá ya no estaba a punto de
explotar; ahora jadeaba como una fiera amenazada.
—¿Una multa, agente? ¿Pero por qué? –comenzó a inquietarse,
con aquel castellano que le costaba pronunciar correctamente,
dándole un toque latinoamericano. En cambio, en
catalán no se le notaba casi ningún acento–. ¡Si yo no he hecho
nada! Voy a menos velocidad de la permitida. ¡Que no soy
ninguna loca yo, que llevo dos niños pequeños!
El policía tardó unos momentos en contestar y cuando
finalmente lo hizo, adoptó un aire de gran circunspección.
—¡Le impongo una multa por no sonreír, señora, que es
un crimen comenzar el día de mal humor! –declamó con aires
de tenorio castizo, mientras una mirada traviesa se le clavaba
justo en medio del escote de mamá.
Pero ella no estaba en sintonía para captar sutilezas y aún
menos para coqueterías. Ella solo tenía en la cabeza que llegábamos
tarde y que el eminente neurólogo y director de aquella
escuela pionera en el tratamiento de la parálisis cerebral nos