38 Cristina Harster Wanger
una ocasión llegó a meter los dedos en un enchufe. Milagrosamente
nunca le pasó nada. Actualmente ya no es tan osado,
pero continúa considerando que las normas sociales son una
convención superflua de importancia relativa. Viviendo en un
mundo donde todo es apariencia, esta actitud le ha comportado
no pocas críticas de aquellas mentes superficiales que solo son
capaces de formarse opiniones a partir de los gestos externos.
Aquel día no hubo nada que hacer. Cuando llegó la hora
de marcharse, el querubín de la tata Ramona con espíritu de
diablillo ya estaba vestido y repeinado. Y es que cuando quería,
era el más rápido, el más diligente, especialmente si se trataba
de desbaratar los planes a su hermana.
No sé si fue la decepción, pero el caso es que el dolor de barriga
que me acompañaba en todos los grandes acontecimientos
de mi vida de niña hizo acto de presencia con más contundencia
que nunca. Si tuviese que representar gráficamente ese dolor
inoportuno, dibujaría una plaga de hormigas asesinas amparándose
en mi cuerpo hasta paralizar cada uno de sus miembros.
Más pronto que tarde, la marabunta alcanzaría mi cuello, que se
me cerraría a cal y canto para no dejar pasar ni una sola brizna de
aire. Y entonces me tendrían que llevar al hospital para darme
medicinas que ayudasen a relajarme, aunque fuera a costa de
dejarme atontada durante un tiempo.
Hace años que no he vuelto a tener una crisis muscular tan
grave como para requerir hospitalización. Como aquel día que
estábamos de vacaciones de Navidad en Suiza, yo debía de
tener siete u ocho años. Justo la mañana en que teníamos que
iniciar el viaje de vuelta a Barcelona, me tuvieron que ingresar
en el hospital porque me había colapsado. Aún me acuerdo de
la enfermera, una chica de grandes ojos azules, explicando a
mis padres, cuando vinieron a visitarme a la mañana siguiente,
que yo ya estaba la mar de bien, que hasta había cenado