La galería de los inmóviles 37
blanco que me habían comprado para la ocasión, bien distintos a
las antiestéticas botas ortopédicas que me hicieron llevar durante
un tiempo. Pero hace unos años, ordenando viejos álbumes de
fotos, pude comprobar que el vestido era realmente cortito y
que, efectivamente, dejaba a la vista unas piernas casi esqueléticas
que se doblaban más a menudo de la cuenta, sobre todo
cuando estaba cansada o distraída. Mamá tenía razón.
—¡Venga, puchi puchi! ¡No llores! –me dijo cambiando
bruscamente de actitud–. ¡Que hoy es un gran día! Nuestra
Cristina empieza la escuela de los mayores.
Mamá arriaba las velas y ello era, sin duda, una buena señal.
Quizás no sería un día tan horroroso como me lo había
imaginado en mi cama, sin poder conciliar el sueño durante
toda la noche.
Pero en vez de aprovechar aquella oportunidad positiva
para todos, mi subconsciente melodramático no quiso darle la
satisfacción de volverme razonable tan de buenas a primeras.
Su falta de consideración me decía que yo debía continuar
enfadada con ella durante un rato más, por haber tratado a su
hija mayor –es decir, yo– de una manera tan brusca. Así que
continué lloriqueando, bien escondidita detrás de nuestra tata.
Por unos instantes, tuve la esperanza de que mi hermanito
se hiciera de rogar, como era habitual en él, y la muchacha
no tuviera tiempo de tenerlo arreglado para cuando llegara la
hora de marcharse. Porque era un zarandillo que nunca paraba
quieto, a diferencia de mí, que de bien pequeñita aprendí a
comportarme según lo que se esperaba de la chica sensata que
yo pretendía ser, al menos de puertas de casa para fuera. Mi
hermano no quería saber nada de convenciones sociales; su
curiosidad innata lo llevaba investigarlo todo, a meterse por
los rincones más insospechados, especialmente aquellos que
tenían escrito en un cartel la palabra «prohibido». En más de