36 Cristina Harster Wanger
Cuando fuimos más mayorcitos, mamá cogió la manía de
vestirnos igual, como si fuéramos gemelos. A mí me gustaba
la idea, y aún me habría gustado más si hubiésemos tenido
más hermanos. Las pelis de La familia y uno más me fascinaban.
Debía de ser divertido tener muchos hermanos y poder
jugar con ellos y, sobre todo, poder repartir responsabilidades
cuando hacíamos alguna travesura o cuando nuestros padres
perdían la paciencia injustificadamente por problemas que
nada tenían que ver con nosotros.
Pero en un momento donde los estudios demográficos comenzaban
a generalizarse, nuestro padre consideraba que contribuir
a aumentar la aritmética humana del planeta era una
auténtica aberración. Por lo tanto, no vinieron más hermanos.
Una lástima, siempre he pensado que los momentos más duros
de nuestra biografía familiar hubieran sido más soportables
si hubiéramos sido una buena pandilla para repartir la carga.
Y también hubiera deseado que del taller estival de la abuela
de Suiza saliera un vestido o una falda para mí, pero mamá
decía que mis piernecitas eran demasiado esmirriadas para
mostrarlas en público. Por no hablar de mi tendencia a doblar
las rodillas cuando estaba de pie; las fotografías de aquella época
dan fe de ello. Recuerdo especialmente una donde llevo un
vestido azul cielo, mi color favorito de entonces. Era uno de
aquellos tan típicos de la época con el cuerpecillo de nido de
abejas. Me lo hicieron, o quizás me lo compraron, para ir a la
boda de la hija de la panadera de la misma calle donde teníamos
la casa. Tengo bien clara la imagen de mí misma sentada
en la cama de soltera de la chica, en la minúscula vivienda que
tenían encima de la tienda. Ella se ponía el vestido de bodas,
no sé si para probárselo o para ir a la iglesia.
¡Cómo es la imaginación! Yo siempre recordé aquel vestido
mío como más bien larguito, cayendo sobre los zapatos de charol