La Esfera -10-
Tuve el instinto de tomar una. Pensé: “si voy a ser un ratero debo de ser al
menos uno que inspire miedo”, aunque en mi interior, tenía más miedo que
un niño pequeño que le teme a la oscuridad.
Salí del cuartito y continúe subiendo las escaleras hasta que llegué a una
pequeña sala de estar. El foco todavía estaba caliente y había juguetes
tirados en el suelo. Probablemente antes de que yo entrara algunos niños
habían estado jugando ahí. Continué caminando por el pasillo principal.
Una puerta cerrada. Subí la escopeta que había agarrado y le di un disparo
a la chapa. La puerta se abrió agresivamente. Estaba todo el cuarto oscuro.
Agarré mi linterna e iluminé la habitación. Nada. Salí de la habitación y
caminé por un pequeño pasillo que daba con las otras dos recamaras. Estaba todavía más oscuro. La única luz era un pequeño rayo de luz lunar que
se colaba por una ventana. Llevaba el rifle sostenido con mis dos manos,
con fuerza, pero aun así seguía temblando.
De repente, gracias a la poca luz que había en la habitación, vi la sombra de
dos hombres también armados se dirigían hacia mí. No lo pensé dos veces
y levanté mi arma. Mis manos temblaban. Respiré hondo. Busque cobijo
detrás de una columna y disparé. Uno y dos.
“Los maté”.
Esperé unos segundos antes de salir de mi escondite. Salí y encendí mi
linterna. Iluminé hacia el suelo cerca de donde me habían disparado. Los
dos hombres estaban muertos frente a mí. Un charco de sangre comenzó a
inundar el pasillo, manchando mis zapatos. Lo que sentí en ese momento
no tiene nombre. Era una mezcla de desesperación, terror y nerviosismo.
Lo que comenzó como mi primer atraco a una casa terminó por ser mi
primer asesinato. Me había ensuciado las manos de sangre sin necesidad
aparente, aunque algo en mi interior me decía que como quiera lo hubiera
tenido que hacer, porque de haberme atrapado, aquellos hombre me hubieran denunciado. La cárcel no era una opción.
Me sentí un poco mejor después de pensar que era inevitable. Tiré el rifle
al suelo. Pasé mis manos por mi rostro y luego por mi cabello. Mi celular
comenzó a vibrar. Lo saqué de mi bolsillo y chequé la pantalla. Tenía dos
mensajes de texto. Uno, era de esos molestos textos de la compañía celular ofreciendo nuevos servicios. Sin leerlo completo lo borré. El segundo
texto, era un mensaje de mi madre: “Estaremos en una cena en casa del
jefe de tu papá. Besos”. Recordé que en muchas ocasiones, mi padre había
descrito la casa de su jefe: una vivienda enorme, de estilo clásico y muchos
adornos. “Una casa de ricos a la que nunca tendríamos acceso, a menos que
la robáramos”, llegó a decir con humor. En ese momento quedé frío. Mis
ojos se inundaron de lágrimas. La culpa me consumió. Corrí ante el más
rollizo de los cadáveres; me agaché, le grité, lo abracé, lo besé repetidamente en las mejillas. No merezco vivir. Soy un asco de persona. Un inútil.