LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 218
uno no podía, al menos en ese momento, esperar simpatía ni
correspondencia en la lacerada felicidad del otro. No está lejos el día
en que sabremos cómo transcurrió la vida de Encontrado en su nueva
casa, si le fue cómodo o costoso adaptarse a su nueva dueña, si el
buen trato y el afecto sin límites que ella le ofreció fueron suficientes
para que olvidara la tristeza de haber sido abandonado injustamente.
Ahora a quien tenemos que seguir es a Cipriano Algor, nada más que
seguirlo, ir tras él, acompañar su paso sonámbulo. En cuanto a
imaginar cómo es posible que se junten en una persona sentimientos
tan contrapuestos como, en el caso que estamos apreciando, la más
profunda de las alegrías y el más pungente de los disgustos, para
luego descubrir o crear aquel único nombre con que pasaría a ser
designado el sentimiento particular consecuente de esa unión, es una
tarea que muchas veces se ha emprendido en el pasado y cada vez se
resigna, como si fuera un horizonte que se va dislocando
incesantemente, a no alcanzar siquiera el umbral de la puerta de las
inefabilidades que esperan dejar de serlo. La expresión locutiva
humana no sabe todavía, y es probable que no lo sepa nunca, conocer,
reconocer y comunicar todo cuanto es humanamente experimentable y
sensible. Hay quien afirma que la causa principal de esta serísima
dificultad reside en el hecho de que los seres humanos están hechos
en lo fundamental de arcilla, la cual, como las enciclopedias con
minuciosidad nos explican, es una roca sedimentaria detrítica formada
por fragmentos minerales minúsculos del tamaño de uno/doscientos
cincuenta y seisavos por milímetro. Hasta hoy, por más vueltas que se
hayan dado a las lenguas, no se ha conseguido encontrar un nombre
para esto.
Entre tanto, Cipriano Algor llegó al final de la calle, torció en la
carretera que dividía la población por medio y, ni andando ni
arrastrándose, ni corriendo ni volando, como si estuviese soñando que
quería liberarse de sí mismo y chocase continuamente con su propio
cuerpo, llegó a lo alto de la cuesta donde la furgoneta lo esperaba con
el yerno y la hija. El cielo, antes, parecía no estar para aguaceros, sin
embargo, ahora, comenzaba a caer una lluvia indecisa, indolente, que
tal vez no viniese para durar, pero exacerbaba la melancolía de estas
personas apenas a una vuelta de rueda de separarse de los lugares
queridos, el propio Marcial sentía que se le contraía de inquietud el
estómago. Cipriano Algor entró en la furgoneta, se sentó al lado del
conductor, en el lugar que le había sido dejado, y dijo, Vamos. No
pronunciaría otra palabra hasta llegar al Centro, hasta entrar en el
montacargas que lo llevó con maletas y paquetes al piso treinta y
cuatro, hasta que abrieron la puerta del apartamento, hasta que
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