LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 134
horno debería haber dispensado y de algún modo hecho olvidar la
arcaica práctica, que no pasó ya al padre de Cipriano Algor.
Afortunadamente existen los libros. Podemos tenerlos olvidados en una
estantería o en un baúl, dejarlos entregados al polvo o a las polillas,
abandonarlos en la oscuridad de los sótanos, podemos no pasarles la
vista por encima ni tocarlos durante años y años, pero a ellos no les
importa, esperan tranquilamente, cerrados sobre sí mismos para que
nada de lo que tienen dentro se pierda, el momento que siempre llega,
ese día en el que nos preguntamos, Dónde estará aquel libro que
enseñaba a cocer los barros, y el libro, finalmente convocado, aparece,
está aquí en las manos de Marta mientras el padre cava al lado del
horno una pequeña cueva con medio metro de profundidad y otro
tanto de anchura, para el tamaño de las figuras no es necesario más,
después dispone en el fondo del agujero una capa de pequeñas ramas
y les prende fuego, las llamas suben, acarician las paredes, reducen la
humedad superficial, luego la hoguera esmorecerá, sólo restarán las
cenizas calientes y unas diminutas brasas, y será sobre éstas donde
Marta, habiéndole pasado al padre el libro abierto en la página, haga
descender, y con extremo cuidado vaya posando, una a una, las seis
figuras de la prueba, el mandarín, el esquimal, el asirio de barba, el
payaso, el bufón, la enfermera, dentro de la cueva el aire caliente
todavía tiembla, toca la epidermis grisácea de la que, y también del
interior macizo de los cuerpos, casi toda el agua ya se había evaporado
por obra de la virazón y de la brisa, y ahora, sobre la boca de la
cavidad, a falta de una rejilla adecuada para este fin, coloca Cipriano
Algor, ni demasiado juntas ni demasiado separadas, como el libro
enseña, unas barras estrechas de hierro por donde han de caer las
brasas resultantes de la hoguera que el alfarero ya ha comenzado a
atizar. Tan felices estaban con el descubrimiento del libro salvador que
no repararon, ni el padre ni la hija, que la hora casi crepuscular en que
comenzaron el trabajo los obligaría a alimentar la hoguera noche
adentro, hasta que las brasas llenen por completo la cueva y la cocción
termine. Cipriano Algor dijo a la hija, Tú acuéstate, que yo me quedo
mirando por la lumbre, y ella respondió, No me perdería esto por todo
el oro del mundo. Se sentaron en el banco de piedra contemplando las
llamas, de vez en cuando Cipriano Algor se levantaba e iba a echar
más leña, ramas no demasiado gruesas para que las brasas caigan por
los intervalos de los hierros, cuando llegó la hora de la cena Marta bajó
a casa para preparar una refección ligera, tomada después a la luz
oscilante que se movía sobre la pared lateral del horno como si
también él estuviese ardiendo por dentro. El perro Encontrado
compartió lo que había para comer, después se tumbó a los pies de
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