LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 12
aprovechando la marea favorable, Y tazas, no se me olvidará.
Entre las chabolas y los primeros edificios de la ciudad, como una
tierra de nadie separando las dos partes enfrentadas, hay un ancho
espacio libre de construcciones, pero, mirándolo con un poco más de
atención, se observa no sólo una red de huellas entrecruzadas de
tractores, ciertas explanaciones que sólo pueden haber sido causadas
por grandes palas mecánicas, esas implacables láminas curvas que, sin
dolor ni piedad, se llevan todo por delante, la casa antigua, la raíz
nueva, el muro que amparaba, el lugar de una sombra que nunca más
volverá a estar. Sin embargo, tal como sucede en las vidas, cuando
creíamos que nos habían quitado todo, y de pronto descubrimos que
nos queda algo, también aquí unos fragmentos dispersos, unos
harapos emporcados, unos restos de materiales de desecho, unas latas
oxidadas, unas tablas podridas, un plástico que el viento trae y lleva
nos muestran que este territorio había estado ocupado antes por los
barrios de marginados. No tardará mucho en que los edificios de la
ciudad avancen en línea de tiradores y vengan a enseñorearse del
terreno, dejando entre los más adelanta dos y las primeras chabolas
apenas una franja estrecha, una nueva tierra de nadie, que
permanecerá así mientras no llegue el momento de pasar a la tercera
fase.
La carretera principal, a la que habían regresado, era ahora más
ancha, con un carril reservado exclusivamente para la circulación de
vehículos pesados, y aunque la furgoneta sólo por desvarío de
imaginación pueda incluirse en esa categoría superior, el hecho de
tratarse sin duda de un vehículo de carga da a su conductor el derecho
a competir en pie de igualdad con las lentas y mastodónticas máquinas
que roncan, mugen y escupen nubes sofocantes por los tubos de
escape, y adelantarlas rápidamente, con una sinuosa agilidad que hace
tintinear las lozas en la parte de atrás. Marcial Gacho miró otra vez el
reloj y respiró. Llegaría a tiempo. Ya estaban en la periferia de la
ciudad, todavía tendrían que recorrer unas cuantas calles de trazado
confuso, girar a la izquierda, girar a la derecha, otra vez a la izquierda,
otra vez a la derecha, ahora a la derecha, a la derecha, izquierda,
izquierda, derecha, recto, finalmente desembocarían en una plaza
donde se acababan las dificultades, una avenida en línea recta los
conducirá a sus destinos, allí donde era esperado el guarda interno
Marcial Gacho, allí donde dejaría su carga el alfarero Cipriano Algor. Al
fondo, un muro altísimo, oscuro, mucho más alto que el más alto de
los edificios que bordeaban la avenida, cortaba abruptamente el
camino. En realidad, no lo cortaba, suponerlo era el resultado de una
ilusión óptica, había calles que, a un lado y a otro, proseguían a lo
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