LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 119
que otros por lo que representaban, pero todos iguales en su
lancinante inutilidad. Para que el marido pudiese verlos, Marta había
retirado los paños mojados que los envolvían, pero casi se arrepentía
de haberlo hecho, era como si aquellos obtusos monigotes no
mereciesen el trabajo que habían dado, aquel repetido hacer y
deshacer, aquel querer y no poder, aquel experimentar y enmendar,
no es verdad que sólo las grandes obras de arte sean paridas con
sufrimiento y duda, también un simple cuerpo y unos simples
miembros de arcilla son capaces de resistir a entregarse a los dedos
que los modelan, a los ojos que los interrogan, a la voluntad que los
requiere. En otra ocasión pediría que me dieran vacaciones, podría
ayudar en algo, dijo Marcial. A pesar de aparentemente completa en
su formulación, la frase contenía prolongaciones problemáticas que no
necesitaron de enunciado para que Cipriano Algor las percibiera. Lo
que Marcial había querido decir, y que, sin haberlo dicho, acabó
diciendo, era que, estando a la espera de un ascenso más o menos
previsible al escalón de guarda residente, sus superiores no se
quedarían satisfechos si se ausentase con vacaciones precisamente a
estas alturas, como si la noticia pública de su ascenso en la carrera no
pasara de episodio banal, de ordinaria importancia. Esta prolongación,
sin embargo, era obvia y ciertamente la menos problemática de
cuantas otras más hubiese. La cuestión esencial, involuntariamente
subyacente tras las palabras dichas por Marcial, seguía siendo la
preocupación por el futuro de la alfarería, por el trabajo que se hacía y
por las personas que lo ejecutaban y que, mejor o peor, de él habían
vivido hasta ahora. Aquellos seis muñecos eran como seis irónicos e
insistentes puntos de interrogación, cada uno queriendo saber de
Cipriano Algor si era tan confiado que pensaba disponer, y por cuánto
tiempo, querido señor, de las fuerzas necesarias para gobernar solo la
alfarería cuando la hija y el yerno se vayan a vivir al Centro, si era tan
ingenuo hasta el punto de considerar que podría atender con
satisfactoria regularidad los encargos siguientes, en el caso
providencial de que fueran hechos, y, en fin, si era suficientemente
estúpido para imaginar que de aquí en adelante sus relaciones con el
Centro y el jefe del departamento de compras, tanto las comerciales
como las personales, serían un continuo y perenne mar de rosas, o,
como con incómoda precisión y amargo escepticismo preguntaba el
esquimal, Crees tú que me van a querer siempre. Fue en ese momento
cuando el recuerdo de Isaura Madruga pasó por la mente de Cipriano
Algor, pensó en ella ayudándolo como empleada en el trabajo de la
alfarería, acompañándolo al Centro sentada a su lado en la furgoneta,
pensó en ella en diversas y cada vez más íntimas y apaciguadoras
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