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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Pedro Tercero seguía siendo delgado, con cabello tieso y los ojos tristes, pero al
cambiar la voz adquirió una tonalidad ronca y apasionada con la que sería conocido
más tarde, cuando cantara a la revolución. Hablaba poco y era hosco y torpe en el
trato, pero tierno y delicado con las manos, tenía largos dedos de artista con los que
tallaba, arrancaba lamentos a las cuerdas de la guitarra y dibujaba con la misma
facilidad con que sujetaba las riendas de un caballo, blandía el hacha para cortar la
leña o guiaba el arado. Era el único en Las Tres Marías que hacía frente al patrón. Su
padre, Pedro Segundo, le dijo mil veces que no mirara al patrón a los ojos, que no le
contestara, que no se metiera con él y en su deseo de protegerlo llegó a darle
rotundas palizas para agacharle el moño. Pero el hijo era rebelde. A los diez años ya
sabía tanto como la maestra de la escuela de Las Tres Marías y a los doce insistía en
hacer el viaje al liceo del pueblo, a caballo o a pie, saliendo de su casita de ladrillos a
las cinco de la mañana, lloviera o tronara. Leyó y releyó mil veces los libros mágicos
de los baúles encantados del tío Marcos, y siguió alimentándose con otros que le
prestaban los sindicalistas del bar y el padre José Dulce María, quien también le
enseñó a cultivar su habilidad natural para versificar y a traducir en canciones sus
ideas.
-Hijo mío, la Santa Madre Iglesia está a la derecha, pero Jesucristo siempre estuvo a
la izquierda -le decía enigmáticamente, entre sorbo y sorbo de vino de misa con que
celebraba las visitas de Pedro Tercero.
Así fue como un día Esteban Trucha, que estaba descansando en la terraza después
del almuerzo, lo escuchó cantar algo de unas gallinas organizadas que se unían para
enfrentar al zorro y lo vencían. Lo llamó.
-Quiero oírte. ¡Canta, a ver! -le ordenó.
Pedro Tercero cogió la guitarra con gesto amoroso, acomodó la pierna en una silla y
rasgueó las cuerdas. Se quedó mirando fijamente al patrón mientras su voz de
terciopelo se elevaba apasionada en el sopor de la siesta. Esteban Trueba no era tonto
y comprendió el desafío.
-¡Ajá! Veo que la cosa más estúpida se puede decir cantando -gruñó-. ¡Aprende
mejor a cantar canciones de amor!
A mí me gusta, patrón. La unión hace la fuerza, como dice el padre José Dulce
María. Si las gallinas pueden hacerle frente al zorro, ¿qué queda para los humanos?
Y tomó su guitarra y salió arrastrando los pies sin que el otro discurriera qué decirle,
a pesar de que ya tenía la rabia a flor de labios y empezaba a subirle la tensión. Desde
ese día, Esteban Trueba lo tuvo en la mira, lo observaba, desconfiaba. Trató de
impedir que fuera al liceo inventándole tareas de hombre grande, pero el muchacho se
levantaba más temprano y se acostaba más tarde, para cumplirlas. Fue ese año que
Esteban lo azotó con la fusta delante de su padre porque llevó a los inquilinos las
novedades que andaban circulando entre los sindicalistas del pueblo, ideas de domingo
de asueto, de sueldo mínimo, de jubilación y servicio médico, de permiso maternal
para las mujeres preñadas, de votar sin presiones, y, lo más grave, la idea de una
organización campesina que pudiera enfrentarse a los patrones.
Ese verano, cuando Blanca fue a pasar las vacaciones a Las Tres Marías, estuvo a
punto de no reconocerlo, porque medía quince centímetros más y había dejado muy
atrás al niño vientrudo que compartió con ella todos los veranos de la infancia. Ella se
bajó del coche, se estiró la falda y por primera vez no corrió a abrazarlo, sino que le
hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo, aunque con los ojos le dijo lo que los
demás no debían escuchar y que, por otra parte, ya le había dicho en su impúdica
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