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La casa de los espíritus
Isabel Allende
y declamando los bellísimos versos sin rima, argumento ni lógica, de un poeta joven
que había acogido en la casa, de quien se comenzaba a hablar por todas partes, sin
enterarse de los cambios que se producían en su hija, sin ver el uniforme del colegio
con las costuras reventadas, ni darse cuenta que la cara de fruta se le había sutilmente
transformado en un rostro de mujer, porque Clara vivía tnás atenta del aura y los
fluidos, que de los kilos o los centímetros. Un día la vio entrar al costurero con su
vestido de salir y se extrañó de que aquella señorita alta y morena fuera su pequeña
Blanca. La abrazó, la llenó de besos y le. advirtió que pronto tendría la menstruación.
-Siéntese y le explico lo que es eso -dijo Clara.
-No se moleste, mamá, ya va a hacer un año que me viene todos los meses -se rió
Blanca.
La relación de ambas no sufrió grandes cambios con el desarrollo de la muchacha,
porque estaba basada en los sólidos principios de la total aceptación mutua y la
capacidad para burlarse juntas de casi todas las cosas de la vida.
Ese año el verano se anunció temprano con un calor seco y bochornoso que cubrió
la ciudad con una reverberación de mal sueño, por eso adelantaron en un par de
semanas el viaje a Las Tres Marías. Como todos los años, Blanca esperó ansiosamente
el momento de ver a Pedro Tercero y como todos los años, al bajarse del coche lo
primero que hizo fue buscarlo con la vista en el lugar de siempre. Descubrió su sombra
escondida en el umbral de la puerta y saltó del vehículo, precipitándose a su encuentro
con el ansia de tantos meses de soñar con él, pero vio, sorprendida, que el niño daba
media vuelta y escapaba.
Blanca anduvo toda la tarde recorriendo los lugares donde se reunían, preguntó por
él, lo llamó a gritos, lo buscó en la casa de Pedro García, el viejo, y; por último, al caer
la noche se acostó vencida, sin comer. En su enorme cama de bronce, dolida v
extrañada, hundió la cara en la almohada y lloró con desconsuelo. La Nana le llevó un
vaso de leche con miel y adivinó al instante la causa de su congoja.
-¡Me alegro! -dijo con una sonrisa torcida-. ¡Ya no tienes edad para jugar con ese
mocoso pulguiento!
Media hora más tarde entró su madre a besarla v la encontró sollozando los últimos
estertores de un llanto melodramático. Por un instante Clara dejó de ser un ángel
distraído y se colocó a la altura de los simples mortales que a los catorce años sufren
su primera pena de amor. Quiso indagar, pero Blanca era muy orgullosa o demasiado
mujer ya y no le dio explicaciones, de modo que Clara se limitó a sentarse un rato en
la cama y acariciarla hasta que se calmó.
Esa noche Blanca durmió mal y despertó al amanecer, rodeada por las sombras de
la amplia habitación. Se quedó mirando el artesonado del techo hasta que escuchó el
canto del gallo Y entonces se levantó, abrió las cortinas y dejó que entrara la suave luz
del alba v los primeros ruidos del mundo. Se acercó al espejo del armar¡o y se miró
detenidamente. Se quitó la camisa y observó su cuerpo por primera vez en detalle,
comprendiendo que todos esos cambios eran la causa de que su amigo hubiera huido.
Sonrió con urna nuera v delicada sonrisa de mujer. Se puso la ropa vieja del verano
pasado, que casi no le cruzaba, se arropó con una manta y salió de puntillas para no
despertar a la familia. Afuera el campo se sacudía la modorra de la noche y los
primeros rayos del sol cruzaban cono sablazos los picos de la cordillera, calentando la
tierra y evaporando el rocío en una fina espuma blanca que borraba los contornos de
las cosas y convertía el paisaje en una visión de ensueño. Blanca echó a andar en
dirección al río. Todo estaba todavía en calma, sus pisadas aplastaban las hojas caídas
y las ramas secas, produciendo un leve crepitar, único sonido en aquel vasto espacio
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