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La casa de los espíritus
Isabel Allende
risueña como en todo lo demás, relajada y simple, pero ausente. Sabía que tenía su
cuerpo para hacer todas las gimnasias aprendidas en los libros que escondía en un
compartimiento de la biblioteca, pero hasta los pecados más abominables con Clara
parecían retozos de recién nacido, porque era imposible salpicarlos con la sal de un
mal pensamiento o la pimienta de la sumisión. Enfurecido, en algunas ocasiones
Trueba volvió a sus antiguos pecados y tumbaba a una campesina robusta entre los
matorrales durante las forzadas separaciones en que Clara se quedaba con los niños
en la capital y él tenía que hacerse cargo del campo, pero el asunto, lejos de aliviarlo,
le dejaba un mal sabor en la boca y no le daba ningún placer durable, especialmente
porque si se lo hubiera contado a su mujer, sabía que se habría escandalizado por el
maltrato a la otra, pero en ningún caso por su infidelidad. Los celos, como muchos
otros sentimientos propiamente humanos, a Clara no le incumbían. También fue al
Farolito Rojo dos o tres veces, pero dejó de hacerlo porque ya no funcionaba con las
prostitutas y tenía que tragarse la humillación con pretextos mascullados de que había
tomado mucho vino, de que le cayó mal el almuerzo, de que hacía varios días que
andaba resfriado. No volvió, sin embargo, a visitar a Tránsito Soto, porque presentía
que ella contenía en sí misma el peligro de la adicción. Sentía un deseo insatisfecho
bulléndole en las entrañas, un fuego imposible de apagar, una sed de Clara que nunca,
ni aun en las noches más fogosas y prolongadas, conseguía saciar. Se dormía
extenuado, con el -corazón-a punto de estallarle en el pecho, pero hasta en sus sueños
estaba consciente de que la mujer que reposaba a su lado no estaba allí, sino en una
dimensión desconocida a la que él jamás podría llegar. A veces perdía la paciencia y
sacudía furioso a Clara, le gritaba los peores reclamos y terminaba llorando en su
regazo y pidiendo perdón por su brutalidad. Clara comprendía, pero no podía
remediarlo. El amor desmedido de Esteban Trueba por Clara fue sin duda el
sentimiento más poderoso de su vida, mayor incluso que la rabia y el orgullo y medio
siglo más tarde seguía invocándolo con el mismo estremecimiento y la misma
urgencia. En su lecho de anciano la llamaría hasta el fin de sus días.
Las intervenciones de Férula agravaron el estado de ansiedad en que se debatía
Esteban. Cada obstáculo que su hermana atravesaba entre Clara y él, lo ponía fuera de
sí. Llegó a detestar a sus propios hijos porque absorbían la atención de la madre, se
llevó a Clara a una segunda luna de miel en los mismos sitios de la primera, se
escapaban a hoteles por el fin de semana, pero todo era inútil. Se convenció de que la
culpa de todo la tenía Férula, que había sembrado en su mujer un germen maléfico
que le impedía amarlo y que, en cambio, robaba con caricias prohibidas lo que le
pertenecía como marido. Se ponía lívido cuando sorprendía a Férula bañando a Clara,
le quitaba la esponja de las manos, la despedía con violencia y sacaba a Clara del agua
prácticamente en vilo, la zarandeaba, le prohibía que volviera a dejarse bañar, porque
a su edad eso era un vicio, y terminaba secándola él, arropándola en su bata y
llevándola a la cama con la sensación de que hacía el ridículo. Si Férula servía a su
mujer una taza de chocolate, se la arrebataba de las manos con el pretexto de que la
trataba como a una inválida, si le daba un beso de buenas noches, la apartaba de un
manotazo diciendo que no era bueno besuquearse, si le elegía los mejores trozos de la
bandeja, se separaba de la mesa enfurecido. Los dos hermanos llegaron a ser rivales
declarados, se medían con miradas de odio, inventaban argucias para descalificarse
mutuamente a los ojos de Clara, se espiaban; se celaban. Esteban descuidó de ir al
campo y puso a Pedro Segundo García a cargo de todo, incluso de las vacas
importadas, dejó de salir con sus amigos, de ir a jugar al golf, de trabajar, para vigilar
día y noche los pasos de su hermana y plantársele al frente cada vez que se acercaba
a Clara. La atmósfera de la casa se hizo irrespirable, densa y sombría y hasta la Nana
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