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La casa de los espíritus
Isabel Allende
privaciones de su infancia. Clara nunca fue a ver la casa durante el proceso de
construcción. Parecía interesarle tan poco como su propio ajuar, y depositó las
decisiones en su novio y en su futura cuñada.
Al morir su madre, Férula se encontró sola y sin nada útil a lo cual dedicar su vida, a
una edad en que no tenía ilusión de casarse. Por un tiempo estuvo visitando
conventillos todos los días, en una frenética obra piadosa que le provocó una
bronquitis crónica y no llevó nada de paz a su alma atormentada. Esteban quiso que
viajara, se comprara ropa y se divirtiera por primera vez en su melancólica existencia,
pero ella tenía el hábito de la austeridad y llevaba demasiado tiempo encerrada en su
casa. Tenía miedo de todo. El matrimonio de su hermano la sumía en la incertidumbre,
porque pensaba que ése sería un motivo más de alejamiento para Esteban, que era su
único sustento. Temía terminar sus días haciendo ganchillo en un asilo para solteronas
de buena familia, por eso se sintió muy feliz al descubrir que Clara era incompetente
para todas las cosas de orden doméstico y cada vez que tenía que enfrentar una
decisión, adoptaba un aire distraído y vago. «Es un poco idiota», concluyó Férula
encantada. Era evidente que Clara sería incapaz de administrar el caserón que su
hermano estaba construyendo y que necesitaría mucha ayuda. De maneras sutiles
procuró hacer saber a Esteban que su futura mujer era una inútil y que ella, con su
espíritu de sacrificio tan ampliamente demostrado, podría ayudarla y estaba dispuesta
a hacerlo. Esteban no seguía la conversación cuando tomaba por esos rumbos. A
medida que se acercaba la fecha del matrimonio y se veía en la necesidad de decidir su
destino, Férula empezó a desesperarse. Convencida de que con su hermano no iba a
conseguir nada, buscó la oportunidad de hablar a solas con Clara y la encontró un
sábado a las cinco de la tarde en que la vio paseando por la calle. La invitó al Hotel
Francés a tomar el té. Las dos mujeres se sentaron rodeadas de pastelillos con crema
y porcelana de Bavaria, mientras al fondo del salón una orquesta de señoritas
interpretaba un melancólico cuarteto de cuerdas. Férula observaba con disimulo a su
futura cuñada, que parecía de quince años y todavía tenía la voz desafinada, producto
de los años de silencio, sin saber cómo abordar el tema. Después de una pausa
larguísima en la que se comieron una bandeja de masitas y se bebieron dos tazas de
té de jazmín cada una, Clara se acomodó un mechón de pelo que le caía sobre los
ojos, sonrió y dio una palmadita cariñosa en la mano de Férula.
-No te preocupes. Vas a vivir con nosotros y las dos seremos como hermanas -dijo
la muchacha.
Férula se sobresaltó, preguntándose si serían ciertos los chismes sobre la habilidad
de Clara para leer el pensamiento ajeno. Su primera reacción fue de orgullo y hubiera
rechazado la oferta nada más que por la belleza del gesto, pero Clara no le dio tiempo.
Se inclinó y la besó en la mejilla con tal candor, que Férula perdió el control y rompió a
llorar. Hacía mucho tiempo que no derramaba una lágrima y comprobó asombrada
cuánta falta le hacía un gesto de ternura. No recordaba la última vez que alguien la
había tocado espontáneamente. Lloró largo rato, desahogándose de muchas tristezas y
soledades pasadas, de la mano de Clara, que la ayudaba a sonarse y entre sollozo y
sollozo le daba más pedazos de pastel y sorbos de té. Se quedaron llorando y hablando
hasta las ocho de la noche y esa tarde en el Hotel Francés sellaron un pacto de
amistad que duró muchos años.
Apenas terminó el duelo por la muerte de doña Ester y estuvo lista la gran casa de
la esquina, Esteban Trueba y Clara del Valle se casaron en una discreta ceremonia.
Esteban regaló a su novia un aderezo de brillantes, que ella encontró muy bonito, lo
guardó en una caja de zapatos y enseguida olvidó dónde lo había puesto. Se fueron de
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