LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 36
La casa de los espíritus
Isabel Allende
año sin probar la carne, no se sacrificaban. Así creció el ganado. Organicé a los
hombres en cuadrillas y después de trabajar en el campo, nos dedicábamos a
reconstruir la casa patronal. No eran carpinteros ni albañiles, todo se lo tuve que
enseñar yo con unos manuales que compré. Hasta plomería hicimos con ellos,
arreglamos los techos, pintamos todo con cal, limpiamos hasta dejar la casa brillante
por dentro y por fuera. Repartí los muebles entre los inquilinos, menos la mesa del
comedor, que todavía estaba indemne a pesar de la polilla que había infectado todo, y
la cama de fierro forjado que había sido de mis padres. Me quedé viviendo en la casa
vacía, sin más mobiliario que esas dos cosas y unos cajones donde me sentaba, hasta
que Férula me mandó de la capital los muebles nuevos que le encargué. Eran piezas
grandes, pesadas, ostentosas, hechas para resistir muchas generaciones y adecuados
para la vida de campo, la prueba es que se necesitó un terremoto para destruirlos. Los
acomodé contra las paredes, pensando en la comodidad y no en la estética, y una vez
que la casa estuvo confortable, me sentí contento y empecé a acostumbrarme a la idea
de que iba a pasar muchos años, tal vez toda la vida, en Las Tres Marías.
Las mujeres de los inquilinos hacían turnos para servir en la casa patronal y ellas se
encargaron de mi huerta. Pronto vi las primeras flores en el jardín que tracé con mi
propia mano y que, con muy pocas modificaciones, es el mismo que existe hoy día. En
esa época la gente trabajaba sin chistar. Creo que mi presencia les devolvió la
seguridad y vieron que poco a poco esa tierra se convertía en un lugar próspero. Eran
gente buena y sencilla, no había revoltosos. También es cierto que eran muy pobres e
ignorantes. Antes que yo llegara se limitaban a cultivar sus pequeñas chacras
familiares que les daban lo indispensable para no morirse de hambre, siempre que no
los golpeara alguna catástrofe, como sequía, helada, peste, hormiga o caracol, en cuyo
caso las cosas se les ponían muy difíciles. Conmigo todo eso cambió. Fuimos
recuperando los potreros uno por uno, reconstruimos el gallinero y los establos y
comenzamos a trazar un sistema de riego para que las siembras no dependieran del
clima, sino de algún mecanismo científico. Pero la vida no era fácil. Era muy dura. A
veces yo iba al pueblo y volvía con un veterinario que revisaba a las vacas y a las
gallinas y, de paso, echaba una mirada a los enfermos. No es cierto que yo partiera del
principio de que si los conocimientos del veterinario alcanzaban para los animales,
también servían para los pobres, como dice mi nieta cuando quiere ponerme furioso.
Lo que pasaba era que no se conseguían médicos por esos andurriales. Los campesinos
consultaban a una meica indígena que conocía el poder de las yerbas y de la sugestión,
a quien le tenían una gran confianza. Mucha más que al veterinario. Las parturientas
daban a luz con ayuda de las vecinas, de la oración y de una comadrona que casi
nunca llegaba a tiempo, porque tenía que hacer el viaje en burro, pero que igual servía
para hacer nacer a un niño, que para sacarle el ternero a una vaca atravesada. Los
enfermos graves, esos que ningún encantamiento de la meica ni pócima del veterinario
podían curar, eran llevados por Pedro Segundo García o por mí en una carreta al
hospital de las monjas, donde a veces había algún médico de turno que los ayudaba a
morir. Los muertos iban a parar con sus huesos a un pequeño camposanto junto a la
parroquia abandonada, al pie del volcán, donde ahora hay un cementerio como Dios
manda. Una o dos veces al año yo conseguía un sacerdote para que fuera a bendecir
las uniones, los animales y las máquinas, bautizar a los niños y decir alguna oración
atrasada a los difuntos. Las únicas diversiones eran capar a los cerdos y a los toros, las
peleas de gallos, la rayuela y las increíbles historias de Pedro García, el viejo, que en
paz descanse. Era el padre de Pedro Segundo y decía que su abuelo había combatido
en las filas de los patriotas que echaron a los españoles de América. Enseñaba a los
niños a dejarse picar por las arañas y tomar orina de mujer encinta para inmunizarse.
Conocía casi tantas yerbas como la meica, pero se confundía en el momento de decidir
36