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La casa de los espíritus
Isabel Allende
No deseaba hacerse rico a costa de tantos sacrificios. Le quedaba la vida por delante
para enriquecerse si podía, para aburrirse y esperar la muerte, sin Rosa.
-En algo tendrás que trabajar, Esteban -replicó Férula-. Ya sabes que nosotras
gastamos muy poco, casi nada, pero las medicinas de mamá son caras.
Esteban miró a su hermana. Era todavía una bella mujer, de formas opulentas y
rostro ovalado de madona romana, pero a través de su piel pálida con reflejos de
durazno y sus ojos llenos de sombras, ya se adivinaba la fealdad de la resignación.
Férula había aceptado el papel de enfermera de su madre. Dormía en la habitación
contigua a la de doña Ester, dispuesta en todo momento a acudir corriendo a su lado a
darle sus pócimas, ponerle la bacinilla, acomodarle las almohadas. Tenía un alma
atormentada. Sentía gusto en la humillación y en las labores abyectas, creía que iba a
obtener el cielo por el medio terrible de sufrir iniquidades, por eso se complacía
limpiando las pústulas de las piernas enfermas de su madre, lavándola, hundiéndose
en sus olores y en sus miserias, escrutando su orinal. Y tanto como se odiaba a sí
misma por esos tortuosos e inconfesables placeres, odiaba a su madre por servirle de
instrumento. La atendía sin quejarse, pero procuraba sutilmente hacerle pagar el
precio de su invalidez. Sin decirlo abiertamente, estaba presente entre las dos el hecho
de que la hija había sacrificado su vida por cuidar a la madre y se había quedado
soltera por esa causa. Férula había rechazado a dos novios con el pretexto de la
enfermedad de su madre. No hablaba de eso, pero todo el mundo lo sabía. Era de
gestos bruscos y torpes, con el mismo mal carácter de su hermano, pero obligada por
la vida, y por su condición de mujer, a dominarlo y a morder el freno. Parecía tan
perfecta, que llegó a tener fama de santa. La citaban como ejemplo por la dedicación
que le prodigaba a doña Ester y por la forma en que había criado a su único hermano
cuando enfermó la madre y murió el padre dejándolos en la miseria. Férula había
adorado a su hermano Esteban cuando era niño. Dormía con él, lo bañaba, lo llevaba
de, paseo, trabajaba de sol a sol cosiendo ropa ajena para pagarle el colegio y había
llorado de rabia y de impotencia el día que Esteban tuvo que entrar a trabajar en una
notaría porque en su casa no alcanzaba lo que ella ganaba para comer. Lo había
cuidado y servido como ahora lo hacía con la madre y también a él lo envolvió en la
red invisible de la culpabilidad y de las deudas de gratitud impagas. El muchacho
empezó a alejarse de ella apenas se puso pantalones largos. Esteban podía recordar el
momento exacto en que se dio cuenta que su hermana era una sombra fatídica. Fue
cuando ganó su primer sueldo. Decidió que se reservaría cincuenta centavos para
cumplir un sueño que acariciaba desde la infancia: tomar un café vienés. Había visto, a
través de las ventanas del Hotel Francés, a los mozos que pasaban con las bandejas
suspendidas sobre sus cabezas, llevando unos tesoros: altas copas de cristal coronadas
por torres de crema batida y decoradas con una hermosa guinda glaseada. El día de su
primer sueldo pasó delante del establecimiento muchas veces antes de atreverse a
entrar. Por último cruzó con timidez el umbral, con la boina en la mano, y avanzó hacia
el lujoso comedor, entre las lámparas de lágrimas y muebles de estilo, con la
sensación de que todo el mundo lo miraba, que mil ojos juzgaban su traje demasiado
estrecho y sus zapatos viejos. Se sentó en la punta de la silla, las orejas calientes, y le
hizo el pedido al mozo con un hilo de voz. Esperó con impaciencia, espiando por los
espejos el ir y venir de la gente, saboreando de antemano aquel placer tantas veces
imaginado. Y llegó su café vienés, mucho más impresionante de lo imaginado,
soberbio, delicioso, acompañado por tres galletitas de miel. Lo contempló fascinado por
un largo rato. Finalmente se atrevió a tomar la cucharilla de mango largo y con un
suspiro de dicha, la hundió en la crema. Tenía la boca hecha agua. Estaba dispuesto a
hacer durar ese instante lo más posible, estirarlo hasta el infinito. Comenzó a revolver
viendo cómo se mezclaba el líquido oscuro del vaso con la espuma de la crema.
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