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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Clara, inmóvil sobre el cajón, no pudo dejar de mirar hasta el final. Se quedó
atisbando por la rendija mucho rato, helándose sin darse cuenta, hasta que los dos
hombres terminaron de vaciar a Rosa, de inyectarle líquido por las venas y bañarla por
dentro y por fuera con vinagre aromático y esencia de espliego. Se quedó hasta que la
rellenaron con emplastos de embalsamador y la cosieron con una aguja curva de
colchonero. Se quedó hasta que el doctor Cuevas se lavó en el fregadero y se enjugó
las lágrimas, mientras el otro limpiaba la sangre y las vísceras. Se quedó hasta que el
médico salió poniéndose su chaqueta negra con un gesto de mortal tristeza. Se quedó
hasta que el joven desconocido besó a Rosa en los labios, en el cuello, en los senos,
entre las piernas, la lavó con una esponja, le puso su camisa bordada y le acomodó el
pelo, jadeando. Se quedó hasta que llegaron la Nana y el doctor Cuevas y hasta que la
vistieron con su traje blanco y le pusieron la corona de azahares que tenía guardados
en papel de seda para el día de su boda. Se quedó hasta que el ayudante la cargó en
los brazos con la misma conmovedora ternura con que la hubiera levantado para
cruzar por primera vez el umbral de su casa si hubiera sido su novia. Y no pudo
moverse hasta que aparecieron las primeras luces. Entonces se deslizó hasta su cama,
sintiendo por dentro todo el silencio del mundo. El silencio la ocupó enteramente y no
volvió a hablar hasta nueve años después, cuando sacó la voz para anunciar que se iba
a casar.
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