LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 26

La casa de los espíritus Isabel Allende alejarse mirándome por encima del hombro. Debe de haber pensado que yo era un loco, uno de esos dementes necrofílicos que a veces rondan los cementerios. Fue una larga noche, tal vez la más larga de mi vida. La pasé sentado junto a la tumba de Rosa, hablando con ella, acompañándola en la primera parte de su viaje al Más Allá, cuando es más difícil desprenderse de la tierra y se necesita el amor de los que quedan vivos, para irse al menos con el consuelo de haber sembrado algo en el corazón ajeno. Recordaba su rostro perfecto y maldecía mi suerte. Reproché a Rosa los años que pasé metido en un hoyo en la mina, soñando con ella. No le dije que no había visto más mujeres, en todo ese tiempo, que unas miserables prostitutas envejecidas y gastadas, que servían a todo el campamento con más buena voluntad que mérito. Pero sí le dije que había vivido entre hombres toscos y sin ley, comiendo garbanzos y bebiendo agua verde, lejos de la civilización, pensando en ella noche y día, llevando en el alma su imagen como un estandarte que me daba fuerzas para seguir picoteando la montaña, aunque se perdiera la veta, enfermo del estómago la mayor parte del año, helado de frío en las noches y alucinado por el calor del día, todo eso con el único fin de casarme con ella, pero va y se me muere a traición, antes que pudiera cumplir mis sueños, dejándome una incurable desolación. Le dije que se había burlado de mí, le saqué la cuenta de que nunca habíamos estado completamente solos, que la había podido besar una sola vez. Había tenido que tejer el amor con recuerdos y deseos apremiantes, pero imposibles de satisfacer, con cartas atrasadas y desteñidas que no podían reflejar la pasión de mis sentimientos ni el dolor de su ausencia, porque no tengo facilidad para el género epistolar y mucho menos para escribir sobre mis emociones. Le dije que esos años en la mina eran una irremediable pérdida, que si yo hubiera sabido que iba a durar tan poco en este mundo, habría robado el dinero necesario para casarme con ella y construir un palacio alhajado con tesoros del fondo del mar: corales, perlas, nácar, donde la habría mantenido secuestrada y donde sólo yo tuviera acceso. La habría amado ininterrumpidamente por un tiempo casi infinito, porque estaba seguro que si hubiera estado conmigo, no habría bebido el veneno destinado a su padre y habría durado mil años. Le hablé de las caricias que le tenía reservadas, los regalos con que iba a sorprenderla, la forma como la hubiera enamorado y hecho feliz. Le dije; en resumen, todas las locuras que nunca le hubiera dicho si pudiera oírme y que nunca he vuelto a decir a ninguna mujer. Esa noche creí que había perdido para siempre la capacidad de enamorarme, que nunca más podría reírme ni perseguir una ilusión. Pero nunca más es mucho tiempo. Así he podido comprobarlo en esta larga vida. Tuve la visión de la rabia creciendo dentro de mí como un tumor maligno, ensuciando las mejores horas de mi existencia, incapacitándome para la ternura o la clemencia. Pero, por encima de la confusión y la ira, el sentimiento más fuerte que recuerdo haber tenido esa noche, fue el deseo frustrado, porque jamás podría cumplir el anhelo de recorrer a Rosa con las manos, de penetrar sus secretos, de soltar el verde manantial de su cabello y hundirme en sus aguas más profundas. Evoqué con desesperación la última imagen que tenía de ella, recortada entre los pliegues de raso de su ataúd virginal, con sus azahares de novia coronando su cabeza y un rosario entre los dedos. No sabía que así mismo, con los azahares y el rosario, volvería a verla por un instante fugaz muchos años más tarde. Con las primeras luces del amanecer volvió el guardián. Debe haber sentido lástima por ese loco semicongelado, que había pasado la noche entre los lívidos fantasmas del cementerio. Me tendió su cantimplora. -Té caliente. Tome un poco, señor -me ofreció. 26