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La casa de los espíritus
Isabel Allende
fuentes cantarinas y otra vez se alzaban arrogantes las estatuas del Olimpo, limpias al
fin de tanta caca de paloma y de tanto olvido. Fuimos juntos a comprar pájaros para
las jaulas que estaban vacías desde que mi abuela, presintiendo su muerte, les abrió
las puertas. Puse flores frescas en los jarrones y fuentes con fruta sobre las mesas,
como en los tiempos de los espíritus, y el aire se impregnó con su aroma. Después nos
tomamos del brazo, mi abuelo y yo, y recorrimos la casa, deteniéndonos en cada lugar
para recordar el pasado y saludar a los imperceptibles fantasmas de otras épocas, que
a pesar de tantos altibajos, persisten en sus puestos.
Mi abuelo tuvo la idea de que escribiéramos esta historia.
-Así podrás llevarte las raíces contigo si algún día tienes que irte de aquí, hijita-dijo.
Desenterramos de los rincones secretos y olvidados los viejos álbumes y tengo aquí,
sobre la mesa de mi abuela, un montón de retratos: la bella Rosa junto a un columpio
desteñido, mi madre y Pedro Tercero García a los cuatro años, dando maíz a las
gallinas en el patio de Las Tres Marías, mi abuelo cuando era joven y medía un metro
ochenta, prueba irrefutable de que se cumplió la maldición de Férula y se le fue
achicando el cuerpo en la misma medida en que se le encogió el alma, mis tíos Jaime y
Nicolás, uno taciturno y sombrío, gigantesco y vulnerable, y el otro enjuto y gracioso,
volátil y sonriente, también la Nana y los bisabuelos Del Valle, antes que se mataran
en un accidente, en fin, todos menos el noble Jean de Satigny, de quien no queda
ningún testimonio científico y he llegado a dudar de su existencia.
Empecé a escribir con la ayuda de mi abuelo, cuya memoria permaneció intacta
hasta el Último instante de sus noventa años. De su puño y letra escribió varias
páginas y cuando consideró que lo había dicho todo, se acostó en la cama de Clara. Yo
me senté a su lado a esperar con él y la muerte no tardó en llegarle apaciblemente,
sorprendiéndolo en el sueño. Tal vez soñaba que era su mujer quien le acariciaba la
mano y lo besaba en la frente, porque en los últimos días ella no lo abandonó ni un
instante, lo seguía por la casa, lo espiaba por encima del hombro cuando leía en la
biblioteca y se acostaba con él en la noche, con su hermosa cabeza coronada de rizos
apoyada en su hombro. Al principio era un halo misterioso, pero a medida que mi
abuelo fue perdiendo para siempre la rabia que lo atormentó durante toda su
existencia, ella apareció tal como era en sus mejores tiempos, riéndose con todos sus
dientes y alborotando a los espíritus con su vuelo fugaz. También nos ayudó a escribir
y gracias a su presencia, Esteban Trueba pudo morir feliz murmurando su nombre,
Clara, clarísima, clarividente.
En la perrera escribí con el pensamiento que algún día tendría al coronel García
vencido ante mí y podría vengar a todos los que tienen que ser vengados. Pero ahora
dudo de mi odio. En pocas semanas, desde que estoy en esta casa, parece haberse
diluido, haber perdido sus nítidos contornos. Sospecho que todo lo ocurrido no es
fortuito, sino que corresponde a un destino dibujado antes de mi nacimiento y Esteban
García es parte de ese dibujo. Es un trazo tosco y torcido, pero ninguna pincelada es
inútil. El día en que mi abuelo volteó entre los matorrales del río a su abuela, Pancha
García, agregó otro eslabón en una cadena de hechos que debían cumplirse. Después
el nieto de la mujer violada repite el gesto con la nieta del violador y dentro de
cuarenta años, tal vez, mi nieto tumbe entre las matas del río a la suya y así, por los
siglos venideros, en una historia inacabable de dolor, de sangre y de amor. En la
perrera tuve la idea de que estaba armando un rompecabezas en el que cada pieza
tiene una ubicación precisa. Antes de colocarlas todas, me parecía incomprensible,
pero estaba segura que si lograba terminarlo, daría un sentido a cada una y el
resultado sería armonioso. Cada pieza tiene una razón de ser tal como es, incluso el
coronel García. En algunos momentos tengo la sensación de que esto ya lo he vivido y
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