LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 254

La casa de los espíritus Isabel Allende Epílogo Anoche murió mi abuelo. No murió como un perro, como él temía, sino apaciblemente en mis brazos confundiéndome con Clara y a ratos con Rosa, sin dolor, sin angustia, consciente y sereno, más lúcido que nunca y feliz. Ahora está tendido en el velero del agua mansa, sonriente y tranquilo, mientras yo escribo sobre la mesa de madera rubia que era de mi abuela. He abierto las cortinas de seda azul, para que entre la mañana y alegre este cuarto. En la jaula antigua, junto a la ventana, hay un canario nuevo cantando y al centro de la pieza me miran los ojos de vidrio de Barrabás . Mi abuelo me contó que Clara se había desmayado el día que él, por darle un gusto, colocó de alfombra la piel del animal. Nos reímos hasta las lágrimas y decidimos ir a buscar al sótano los despojos del pobre Barrabás , soberbio en su indefinible constitución biológica, a pesar del transcurso del tiempo y al abandono, y ponerlo en el mismo lugar donde medio siglo antes lo puso mi abuelo en homenaje a la mujer que más amó en su vida. -Vamos a dejarlo aquí, que es donde siempre debió estar -dijo. Llegué a la casa una brillante mañana invernal en un carretón tirado por un caballo flaco. La calle, con su doble fila de castaños centenarios y sus mansiones señoriales, parecía un escenario inapropiado para ese vehículo modesto, pero cuando se detuvo frente a la casa de mi abuelo, encajaba muy bien con el estilo. La gran casa de la esquina estaba más triste y vieja de lo que yo podía recordar, absurda con sus excentricidades arquitectónicas y sus pretensiones de estilo francés, con la fachada cubierta de hiedra apestada. El jardín era un desparrame de maleza y casi todos los postigos colgaban de los goznes. El portón estaba abierto, como siempre. Toqué el timbre y después de un rato, sentí unas alpargatas que se aproximaban y una empleada desconocida me abrió la puerta. Me miró sin conocerme y yo sentí en la nariz el maravilloso olor a madera y a encierro de la casa donde nací. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Corrí a la biblioteca, presintiendo que el abuelo estaría esperándome donde siempre se sentaba y allí estaba, encogido en su poltrona. Me sorprendió verlo tan anciano, tan minúsculo y tembloroso, guardando del pasado sólo su blanca melena leonina y su pesado bastón de plata. Nos abrazamos apretadamente por un tiempo muy largo, susurrando abuelo, Alba, Alba, abuelo, nos besamos y cuando él vio mi mano se echó a llorar y maldecir y a dar bastonazos a los muebles, como lo hacía antes, y yo me reí, porque no estaba tan viejo ni tan acabado como me pareció al principio. Ese mismo día el abuelo quiso que nos fuéramos del país. Tenía miedo por mí. Pero yo le expliqué que no podía irme, porque lejos de esta tierra sería como los árboles que cortan para Navidad, esos pobres pinos sin raíces que duran un tiempo y después se mueren. -No soy tonto, Alba -dijo mirándome fijamente-. La verdadera razón por que quieres quedarte es Miguel, ¿no es verdad? Me sobresalté. Nunca le había hablado de Miguel. 254