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La casa de los espíritus
Isabel Allende
prostíbulo. Me costó relacionarla con la mujer de antaño poseedora de una serpiente
tatuada alrededor del ombligo. Me puse de pie para saludarla y no pude tutearla como
antes.
-Se ve muy bien, Tránsito -dije, calculando que debía haber pasado los sesenta y
cinco años.
-Me ha ido bien, patrón. ¿Se acuerda que cuando nos conocimos le dije que algún
día yo sería rica? -sonrió ella.
-Me alegro que lo haya conseguido.
Nos sentamos lado a lado en la cama redonda. Tránsito sirvió un coñac para cada
uno y me contó que la cooperativa de putas y maricones había sido un negocio
estupendo durante diez largos años, pero que los tiempos habían cambiado y tuvieron
que darle otro giro, porque por culpa de la libertad de las costumbres, el amor libre, la
píldora y otras innovaciones, ya nadie necesitaba prostitutas, excepto los marineros y
los viejos. «Las niñas decentes se acuestan gratis, imagínese la competencia», dijo
ella. Me explicó que la cooperativa empezó a arruinarse y las socias tuvieron que ir a
trabajar en otros oficios mejor remunerados y hasta Mustafá partió de vuelta a su
patria. Entonces se le ocurrió que lo que se necesitaba era un hotel de citas, un sitio
agradable para que las parejas clandestinas pudieran hacer el amor y donde un
hombre no tuviera vergüenza de llevar a una novia por la primera vez. Nada de
mujeres, ésas las pone el cliente. Ella misma lo decoró, siguiendo los impulsos de su
fantasía y teniendo en consideración el gusto de la clientela y así, gracias a su visión
comercial, que le indujo a crear un ambiente diferente en cada rincón disponible, el
hotel Cristóbal Colón se convirtió en el paraíso de las almas perdidas y de los amantes
furtivos. Tránsito Soto hizo salones franceses con muebles capitoné, pesebres con
heno fresco y caballos de cartón piedra que observaban a los enamorados con sus
inmutables ojos de vidrio pintado, cavernas prehistóricas, con estalactitas y teléfonos
forrados en piel de puma.
-En vista de que no ha venido a hacer el amor, patrón, vamos a hablar a mi oficina,
para dejarle este cuarto a la clientela -dijo Tránsito Soto.
Por el camino me contó que después del Golpe, la policía política había allanado el
hotel un par de veces, pero cada vez que sacaban a las parejas de la cama y las
arreaban a punta de pistola hasta el salón principal, se encontraban con que había uno
o dos generales entre los clientes, de modo que habían dejado de molestar. Tenía muy
buenas relaciones con el nuevo gobierno, tal como había tenido con todos los
gobiernos anteriores. Me dijo que el Cristóbal Colón era un negocio floreciente y que
todos los años ella renovaba algunos decorados, cambiando naufragios en islas
polinésicas por severos claustros monacales y columpios barrocos por potros de
tormento, según la moda, pudiendo introducir tanta cosa en una residencia de
proporciones relativamente normales, gracias al artilugio de los espejos y las luces,
que podían multiplicar el espacio, engañar al clima, crear el infinito y suspender el
tiempo.
Llegamos a su oficina, decorada como una cabina de aeroplano, desde donde
manejaba su increíble organización con la eficiencia de un banquero. Me contó cuántas
sábanas se lavaban, cuánto papel higiénico se gastaba, cuántos licores se consumían,
cuántos huevos de codorniz se cocían diariamente -son afrodisíacos-, cuánto personal
se necesitaba y a cuánto ascendía la cuenta de luz, agua y teléfono, para mantener
navegando aquel descomunal portaaviones de los amores prohibidos.
-Y ahora, patrón, dígame qué puedo hacer por usted-dijo finalmente Tránsito Soto,
acomodándose en su sillón reclinable de piloto aéreo, mientras jugueteaba con las
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