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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Lo obligaron a entregar el contenido de su escritorio y metieron en unas bolsas todo
lo que les pareció interesante. Mientras un grupo terminaba de revisar la casa, otro
seguía tirando libros por la ventana. En el salón quedaron cuatro hombres sonrientes,
burlones, amenazantes, que pusieron los pies sobre los muebles, bebieron el whisky
escocés de la botella y rompieron uno por uno los discos de la colección de clásicos del
senador Trueba. Alba calculó que habían pasado por lo menos dos horas. Estaba
temblando, pero no era de frío, sino de miedo. Había supuesto que ese momento
llegaría algún día, pero siempre había tenido la esperanza irracional de que la
influencia de su abuelo podría protegerla. Pero al verlo encogido en un sofá, pequeño y
miserable como un anciano enfermo, comprendió que no podía esperar ayuda.
-¡Firma aquí! -ordenó el jefe a prueba, poniendo delante de sus narices un papel-.
Es una declaración de que entramos con una orden judicial, que te mostramos
muestras identificaciones, que todo está en regla, que hemos procedido con todo
respeto y buena educación, que no tienes ninguna queja. ¡Fírmalo!
-¡Jamás firmaré eso! -exclamó el viejo hirioso.
El hombre dio una rápida media vuelta y abofeteó a Alba en la cara. El golpe la
lanzó al suelo. El senador Trueba se quedó paralizado de sorpresa y espanto,
comprendiendo al fin que había llegado la hora de la verdad, después de casi noventa
años de vivir bajo su propia ley.
-¿Sabías que tu nieta es la puta de un guerrillero? -dijo el hombre.
Abatido, el senador Trueba firmó el papel. Después se acercó trabajosamente a su
nieta y la abrazó, acariciándole el pelo con una ternura desconocida en él.
-No te preocupes, hijita. Todo se va arreglar, no pueden hacerte nada, esto es un
error, quédate tranquila-murmuraba.
Pero el hombre lo apartó brutalmente y gritó a los demás que había que irse. Dos
matones se llevaron a Alba de los brazos casi en vilo. Lo último que ella vio fue la
figura patética del abuelo, pálido como la cera, temblando, en camisa de dormir y
descalzo, que desde el umbral de la puerta le aseguraba que al día siguiente iba a
rescatarla, hablaría directamente con el general Hurtado, iría con sus abogados a
buscarla donde quiera que estuviera, para llevarla de vuelta a la casa.
La subieron en tina camioneta junto al hombre que la había golpeado y otro que
manejaba silbando. Antes que pusieran tiras de papel engomado en sus párpados,
miró por última vez la calle vacía y silenciosa, extrañada que a pesar del escándalo y
de los libros quemados, ningún vecino se hubiera asomado a mirar. Supuso que, tal
como muchas veces lo había hecho ella misma, estaban atisbando por las rendijas de
las persianas y los pliegues de las cortinas, o se habían tapado la cabeza con la
almohada para no saber. La camioneta se puso en marcha y ella, ciega por primera
vez, perdió la noción del espacio y el tiempo. Sintió una mano húmeda y grande en su
pierna, sobando, pellizcando, subiendo, explorando, un aliento pesado en su cara
susurrando te voy a calentar puta, ya lo verás, y otras voces y risas, mientras el
vehículo daba vueltas y vueltas en lo que a ella le pareció un viaje interminable. No
supo adónde la llevaban hasta que escuchó el ruido del agua y sintió las ruedas de la
camioneta pasar sobre madera. Entonces adivinó su destino. Invocó a los espíritus de
los tiempos de la mesa de tres patas y del inquieto azucarero de su abuela, a los
fantasmas capaces de torcer el rumbo de los acontecimientos, pero ellos parecían
haberla abandonado, porque la camioneta siguió por el mismo camino. Sintió un
frenazo, oyó las pesadas puertas de un portón que se abrían rechinando y volvían a
cerrarse después de su paso. Entonces Alba entró en su pesadilla, aquella que vieron
su abuela en su carta astrológica al nacer y Luisa Mora, en un instante de premonición.
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