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La casa de los espíritus
Isabel Allende
que la mitad de las cajas estaban rellenas de piedras y paja, pero comprendió que si
admitía la pérdida, iba a involucrar a alguien de su propia familia o meterse él mismo
en un lío. Empezó a dar disculpas que nadie le estaba pidiendo, puesto que los
soldados no podían saber el número de armas que había comprado. Sospechaba de
Blanca y Pedro Tercero García, pero las mejillas arreboladas de su nieta también le
hicieron dudar. Después que los soldados se llevaron las cajas, firmándole un recibo,
tomó a Alba de los brazos y la sacudió como nunca lo había hecho, para que confesara
si tenía algo que ver con las metralletas y los rifles que faltaban: «No me preguntes lo
que no quieres que te conteste, abuelo», respondió Alba mirándolo a los ojos. No
volvieron a hablar del tema.
-Tu abuelo es un desgraciado, Alba. Alguien lo matará como se merece -dijo Miguel.
-Morirá en su cama. Ya está muy viejo -dijo Alba.
-El que a hierro mata, no puede morir a sombrerazos. Tal vez yo mismo lo mate un
día.
-Ni Dios lo quiera, Miguel, porque me obligarías a hacer lo mismo contigo -repuso
Alba ferozmente.
Miguel le explicó que no podrían verse en mucho tiempo, tal vez nunca más. Trató
de razonar con ella el peligro que significaba ser la compañera de un guerrillero,
aunque estuviera protegida por el apellido del abuelo, pero ella lloró tanto y se abrazó
con tanta angustia a él, que tuvo que prometerle que aun a riesgo de sus vidas
buscarían la ocasión de verse algunas veces. Miguel accedió, también, a ir con ella a
buscar las armas y municiones enterradas en la montaña, porque era lo que más
necesitaba en su lucha temeraria.
-Espero que no estén convertidas en chatarra -murmuró Alba-. Y que yo pueda
recordar el sitio exacto, porque de eso hace más de un año.
Dos semanas después Alba organizó un paseo con los niños de su comedor popular
en una camioneta que le prestaron los curas de la parroquia. Llevaba canastos con la
merienda, una bolsa de naranjas, pelotas y una guitarra. A ninguno de los niños les
llamó la atención que recogiera por el camino a un hombre rubio. Alba condujo la
pesada camioneta con su cargamento de niños, por el mismo camino de la montaña
que antes había recorrido con su tío Jaime. La detuvieron dos patrullas y tuvo que
abrir los canastos de la comida, pero la alegría contagiosa de los niños y el inocente
contenido de las bolsas alejaron toda sospecha de los soldados. Pudieron llegar
tranquilos al sitio donde estaban escondidas las armas. Los niños jugaron al pillarse y
al escondite. Miguel organizó con ellos un partido de fútbol, los sentó en rueda y les
contó cuentos y después todos cantaron hasta desgañitarse. Luego dibujó un plano del
sitio para regresar con sus compañeros amparados por las sombras de la noche. Fue
un feliz día de campo en el cual por unas horas pudieron olvidar la tensión del estado
de guerra y gozar del tibio sol de la montaña, oyendo el griterío de los niños que
corrían entre las piedras con el estómago lleno por primera vez en muchos meses.
-Miguel, tengo miedo -dijo Alba-. ¿Es que nunca podremos hacer una vida normal?
Por qué no nos vamos al extranjero? ¿Por qué no escapamos ahora, que todavía es
tiempo?
Miguel señaló a los niños y entonces Alba comprendió.
-¡Entonces déjame ir contigo! -suplicó ella, como tantas veces lo había hecho.
-No podemos tener una persona sin entrenamiento en este momento. Mucho menos
una mujer enamorada -sonrió Miguel-. Es mejor que tú sigas cumpliendo tu labor. Hay
que ayudar a estos pobres chiquillos hasta que vengan tiempo mejores.
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