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La casa de los espíritus
Isabel Allende
delante de una barrera de carabineros, sin que nadie los detuviera. En el portón de la
nunciatura había doble guardia, pero al reconocer al senador Trueba y ver la placa
diplomática del automóvil, los dejaron pasar con un saludo. Detrás del portón, a salvo
en la sede del Vaticano, sacaron a Pedro Tercero, rescatándolo debajo de una montaña
de hojas de lechuga y de tomates reventados. Lo condujeron a la oficina del nuncio,
que lo esperaba vestido con su sotana obispal y provisto de un flamante salvoconducto
para enviarlo al extranjero junto a Blanca, quien había decidido vivir en el exilio el
amor postergado desde su niñez. El nuncio les dio la bienvenida. Era un admirador de
Pedro Tercero García y tenía todos sus discos.
Mientras el sacerdote y el embajador nórdico discutían sobre la situación
internacional, la familia se despidió. Blanca y Alba lloraban con desconsuelo. Nunca
habían estado separadas. Esteban Trueba abrazó largamente a su hija, sin lágrimas,
pero con la boca apretada, tembloroso, esforzándose por contener los sollozos.
-No he sido un buen padre para usted, hija -dijo-. ¿Cree que podrá perdonarme y
olvidar el pasado?
-¡Lo quiero mucho, papá! -lloró Blanca echándole los brazos al cuello, estrechándolo
con desesperación, cubriéndolo de besos.
Después el viejo se volvió hacia Pedro Tercero y lo miró a los ojos. Le tendió la
mano, pero no supo estrechar la del otro, porque le faltaban algunos dedos. Entonces
abrió los brazos y los dos hombres, en un apretado nudo, se despidieron, libres al fin
de los odios y los rencores que por tantos años les habían ensuciado la existencia.
-Cuidaré de su hija y trataré de hacerla feliz, señor -dijo Pedro Tercero García con la
voz quebrada.
-No lo dudo. Váyanse en paz, hijos -murmuró el anciano.
Sabía que no volvería a verlos.
El senador Trueba se quedó solo en la casa con su nieta y algunos empleados. Al
menos así lo creía él. Pero Alba había decidido adoptar la idea de su madre y usaba la
parte abandonada de la casa para esconder gente por una o dos noches, hasta
encontrar otro lugar más seguro o la forma de sacarla del país. Ayudaba a los que
vivían en las sombras, huyendo en el día, mezclados con el bullicio de la ciudad, pero
que, al caer la noche, debían estar ocultos, cada vez en una parte diferente. Las horas
más peligrosas eran durante el toque de queda, cuando los fugitivos no podían salir a
la calle y la policía podía cazarlos a su antojo. Alba pensó que la casa de su abuelo era
el último sitio que allanarían. Poco a poco transformó los, cuartos vacíos en un
laberinto de rincones secretos donde escondía a sus protegidos, a veces familias
completas. El senador Trueba sólo ocupaba la biblioteca, el baño y su dormitorio. Allí
vivía rodeado de sus muebles de caoba, sus vitrinas victorianas y sus alfombras
persas. Incluso para un hombre tan poco propenso a las corazonadas como él, aquella
mansión sombría era inquietante: parecía contener un monstruo oculto. Trueba no
comprendía la causa de su desazón, porque él sabía que los ruidos extraños que los
sirvientes decían oír, provenían de Clara que vagaba por la casa en compañía de sus
espíritus amigos. Había sorprendido a menudo a su mujer deslizándose por los salones
con su blanca túnica y su risa de muchacha. Fingía no verla, se quedaba inmóvil y
hasta dejaba de respirar, para no asustarla. Si cerraba los ojos haciéndose el dormido,
podía sentir el roce tenue de sus dedos en la frente, su aliento fresco pasar como un
soplo, el roce de su pelo al alcance de la mano. No tenía motivos para sospechar algo
anormal, sin embargo procuraba no aventurarse en la región encantada que era el
reino de su mujer y lo más lejos que llegaba era la zona neutral de la cocina. Su
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