LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 234

La casa de los espíritus Isabel Allende Muy cerca de Alba y su abuelo, los camarógrafos de la televisión sueca filmaban para enviar al helado país de Nobel la visión pavorosa de las ametralladoras apostadas a ambos lados de la calle, las caras de la gente, el ataúd cubierto de flores, el grupo de mujeres silenciosas que se apiñaban en las puertas de la Morgue, a dos cuadras del cementerio, para leer las listas de los muertos. La voz de todos se elevó en un canto y se llenó el aire con las consignas prohibidas, gritando que el pueblo unido jamás será vencido, haciendo frente a las armas que temblaban en las ruanos de los soldados. El cortejo pasó delante de una construcción y los obreros abandonando sus herramientas, se quitaron los cascos y formaron una fila cabizbaja. Un hombre marchaba con la camisa gastada en los puños, sin chaleco y con los zapatos rotos, recitando los versos más revolucionarios del Poeta, con el llanto cayéndole por la cara. Lo seguía la mirada atónita del senador Trueba, que caminaba a su lado. -¡Lástima-que fuera comunista! -dijo el Senador a su nieta-. ¡Tan buen poeta y con las ideas tan confusas! Si hubiera muerto antes del Pronunciamiento Militar, supongo que habría recibido un homenaje nacional. -Supo morir como supo vivir, abuelo -replicó Alba. Estaba convencida que murió a debido tiempo, porque ningún homenaje podría haber sido más grande que ese modesto desfile de unos cuantos hombres y mujeres que lo enterraron en una tumba prestada, gritando por última vez sus versos de justicia y libertad. Dos días después apareció en el periódico un aviso de la junta Militar decretando duelo nacional por el Poeta y autorizando a poner banderas a media asta en las casas particulares que lo desearan. La autorización regía desde el momento de su muerte hasta el día en que apareció el aviso. Del mismo modo que no pudo sentarse a llorar la muerte de su tío Jaime, Alba tampoco pudo perder la cabeza pensando en Miguel o lamentando al Poeta. Estaba absorta en su tarea de indagar por los desaparecidos, consolar a los torturados que regresaban con la espalda en carne viva y los ojos trastornados y buscar alimentos para los comedores de los curas. Sin embargo, en el silencio de la noche, cuando la ciudad perdía su normalidad de utilería y su paz de opereta, ella se sentía acosada por los tormentosos pensamientos que había acallado durante el día. A esa hora sólo los furgones llenos de cadáveres y detenidos y los autos de la policía circulaban por las calles, como lobos perdidos ululando en la oscuridad del toque de queda. Alba temblaba en su cama. Se le aparecían los fantasmas desgarrados de tantos muertos desconocidos, oía la gran casa respirando con un jadeo de anciana, afinaba el oído y sentía en los huesos los ruidos temibles: un frenazo lejano, un portazo, tiroteos, las pisadas de las botas, un grito sordo. Luego retornaba el silencio largo que duraba hasta el amanecer, cuando la ciudad revivía y el sol parecía borrar los terrores de la noche. No era la única desvelada en la casa. A menudo encontraba a su abuelo en camisa de dormir y pantuflas, más anciano y más triste que en el día, calentándose una taza de caldo y mascullando blasfemias de filibustero, porque le dolían los huesos y el alma. También su madre hurgaba en la cocina o se paseaba como una aparición de medianoche por los cuartos vacíos. Así pasaron los meses y llegó a ser evidente para todos, incluso para el senador Trueba, que los militares se habían tomado el poder para quedárselo y no para entregar el gobierno a los políticos de derecha que habían propiciado el Golpe. Eran una raza aparte, hermanos entre sí, que hablaban un idioma diferente al de los civiles y con quienes el diálogo era como una conversación de sordos, porque la menor disidencia era considerada traición en su rígido código de honor. Trueba vio que tenían planes mesiánicos que no incluían a los políticos. Un día comentó con Blanca y Alba la situación. Se lamentó de que la acción de los militares, cuyo propósito era conjurar el 234