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La casa de los espíritus
Isabel Allende
como hicieron los demás, sino que aumentó la mensualidad a Blanca y dijo que
tuvieran siempre algo de comida caliente para darles.
-Ésta es una situación temporal -aseguró-. Apenas los militares ordenen el caos en
que el marxismo dejó al país, este problema será resuelto.
Los periódicos dijeron que los mendigos en las calles, que no se veían desde hacía
tantos años, eran enviados por el comunismo internacional para desprestigiar a la
junta Militar y sabotear el orden y el progreso. Pusieron panderetas para tapar las
poblaciones marginales, ocultándolas a los ojos del turismo y de los que no querían
ver. En una noche surgieron por encantamiento jardines recortados y macizos de flores
en las avenidas, plantados por los cesantes para crear la fantasía de una pacífica
primavera. Pintaron de blanco borrando los murales de palomas panfletarias y
retirando para siempre de la vista los carteles políticos. Cualquier intento de escribir
mensajes políticos en la vía pública era penado con una ráfaga de ametralladora en el
sitio. Las calles limpias, ordenadas y silenciosas, se abrieron al comercio. Al poco
tiempo desaparecieron los niños mendigos y Alba notó que tampoco había perros
vagabundos ni tarros de basura. El mercado negro terminó en el mismo instante en
que bombardearon el Palacio Presidencial, porque los especuladores fueron
amenazados con ley marcial y fusilamiento. En las tiendas comenzaron a venderse
cosas que no se conocían ni de nombre, y otras que antes sólo conseguían los ricos
mediante el contrabando. Nunca había estado más hermosa la ciudad. Nunca la alta
burguesía había sido más feliz: podía comprar whisky a destajo y automóviles a
crédito.
En la euforia patriótica de los primeros días, las mujeres regalaban sus joyas en los
cuarteles, para la reconstrucción nacional, hasta sus alianzas matrimoniales, que eran
reemplazadas por anillos de cobre con el emblema de la patria. Blanca tuvo que
esconder el calcetín de lana con las joyas que Clara le había legado, para que el
senador Trueba no las entregara a las autoridades. Vieron nacer una nueva y soberbia
clase social. Señoras muy principales, vestidas con ropas de otros lugares, exóticas y
brillantes como luciérnagas de noche, se pavoneaban en los centros de diversión del
brazo de los nuevos y soberbios economistas. Surgió una casta de militares que ocupó
rápidamente los puestos clave. Las familias que antes habían considerado una
desgracia tener a un militar entre sus miembros, se peleaban las influencias para
meter a los hijos en las academias de guerra y ofrecían sus hijas a los soldados. El país
se llenó de uniformados, de máquinas bélicas, de banderas, himnos y desfiles, porque
los militares conocían la necesidad del pueblo de tener sus propios símbolos y ritos. El
senador Trueba; que por principio detestaba esas cosas, comprendió lo que habían
querido decir sus amigos del Club, cuando aseguraban que el marxismo no tenía ni la
menor oportunidad en América Latina, porque no contemplaba el lado mágico de las
cosas. «Pan, circo y algo que venerar, es todo lo que necesitan», concluyó el senador,
lamentando en su fuero interno que faltara el pan.
Se orquestó una campaña destinada a borrar de la faz de la tierra el buen nombre
del expresidente, con la esperanza de que el pueblo dejara de llorarlo. Abrieron su
casa e invitaron al público a visitar lo que llamaron «el palacio del dictador». Se podía
mirar dentro de sus armarios y asombrarse del número y la calidad de sus chaquetas
de gamuza, registrar sus cajones, hurgar en su despensa, para ver el ron cubano y el
saco de azúcar que guardaba. Circularon fotografías burdamente trucadas que lo
mostraban vestido de Baco, con una guirnalda de uvas en la cabeza, retozando con
matronas opulentas y con atletas de su mismo sexo, en una orgía perpetua que nadie,
ni el mismo senador Trueba, creyó que fueran auténticas. «Esto es demasiado, se les
está pasando la mano», masculló cuando se enteró.
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