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La casa de los espíritus Isabel Allende brazos en alto. El Presidente estrechó la mano a cada uno. «Yo bajaré al final», dijo. No volvieron a verlo con vida. Jaime bajó con los demás. En cada peldaño de la amplia escalera de piedra había soldados apostados. Parecían haber enloquecido. Pateaban y golpeaban con las culatas a los que bajaban, con un odio nuevo, recientemente inventado, que había florecido en ellos en pocas horas. Algunos disparaban sus armas por encima de las cabezas de los rendidos. Jaime recibió un golpe en el vientre que lo dobló en dos y cuando pudo enderezarse, tenía los ojos llenos de lágrimas y los pantalones tibios de mierda. Siguieron golpeándolos hasta la calle y allí les ordenaron acostarse boca abajo en el suelo, los pisaron, los insultaron hasta que se le acabaron las palabrotas del castellano y entonces le hicieron señas a un tanque. Los prisioneros lo oyeron acercarse, estremeciendo el asfalto con su peso de paquidermo invencible. -¡Abran paso, que les vamos a pasar con el tanque por encima a estos huevones! -gritó un coronel. Jaime atisbó desde el suelo y creyó reconocerlo, porque le recordó a un muchacho con quien jugaba en Las Tres Marías cuando él era joven. El tanque pasó resoplando a diez centímetros de sus cabezas entre las carcajadas de los soldados y el aullido