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La casa de los espíritus
Isabel Allende
El levantó la vista y observó el rostro sin edad, los pómulos indígenas, el moño
negro, el amplio regazo donde había visto hipar y dormir a codos sus descendientes y
sintió que esa mujer cálida y generosa como la tierra podía darle consuelo. Apoyó la
frente en su falda, aspiró el suave olor de su delantal almidonado y rompió en sollozos
como un niño, vertiendo todas las lágrimas que había aguantado en su vida de
hombre. La Nana le rascó la espalda, le dio palmaditas de consuelo, le habló en la
media lengua que empleaba para adormecer a los niños y le cantó en un susurro sus
baladas campesinas, hasta que consiguió tranquilizarlo. Permanecieron sentados muy
juntos, bebiendo jerez, llorando a intervalos y rememorando los tiempos dichosos en
que Rosa corría por el jardín sorprendiendo a las mariposas con su belleza de fondo de
mar.
En la cocina, el doctor Cuevas y su ayudante prepararon sus siniestros utensilios y
sus frascos malolientes, se colocaron delantales de hule, se enrollaron las mangas y
procedieron a hurgar en la intimidad de la bella Rosa, hasta comprobar, sin lugar a
dudas, que la joven había ingerido una dosis superlativa de veneno para ratas.
-Esto estaba destinado a Severo -concluyó el doctor lavándose las manos en el
fregadero.
El ayudante, demasiado emocionado por la hermosura de la muerta, no se resignaba
a dejarla cosida como un saco y sugirió acomodarla un poco. Entonces se dieron
ambos a la tarea de preservar el cuerpo con ungüentos y rellenarlo con emplastos de
embalsamador. Trabajaron hasta las cuatro de la madrugada, hora en la que el doctor
Cuevas se declaró vencido por el cansancio y la tristeza y salió. En la cocina quedó
Rosa en manos del ayudante, que la lavó con una esponja, quitándole las manchas de
sangre, le colocó su camisa bordada para tapar el costurón que tenía desde la
garganta hasta el sexo y le acomodó el cabello. Después limpió los vestigios de su
trabajo.
El doctor Cuevas encontró en el salón a Severo acompañado por la Nana, ebrios de
llanto y jerez.
-Está lista-dijo-. Vamos a arreglarla un poco para que la vea su madre.
Le explicó a Severo que sus sospechas eran fundadas y que en el estómago de su
hija había encontrado la misma sustancia mortal que en el aguardiente regalado.
Entonces Severo se acordó de la predicción de Clara y perdió el resto de compostura
que le quedaba, incapaz de resignarse a la idea de que su hija había muerto en su
lugar. Se desplomó gimiendo que él era el culpable, por ambicioso y fanfarrón, que
nadie lo había mandado a meterse en política, que estaba mucho mejor cuando era un
sencillo abogado y padre dé familia, que renunciaba en ese instante y para siempre a
la maldita candidatura, al Partido Liberal, a sus pompas y sus obras, que esperaba que
ninguno de sus descendientes volviera a mezclarse en política, que ése era un negocio
de matarifes y bandidos, hasta que el doctor Cuevas se apiadó y terminó de
emborracharlo. El jerez pudo más que la pena y la culpa. La Nana y el doctor se lo
llevaron en vilo al dormitorio, lo desnudaron y lo metieron en su cama. Después fueron
a la cocina, donde el ayudante estaba terminando de acomodar a Rosa.
Nívea y Severo del Valle despertaron tarde en la mañana siguiente. Los parientes
habían decorado la casa para los ritos de la muerte, las cortinas estaban cerradas y
adornadas con crespones negros y a lo largo de las paredes se alineaban las coronas
de flores y su aroma dulzón llenaba el aire. Habían hecho una capilla ardiente en el
comedor. Sobre la gran mesa, cubierta con un paño negro de flecos dorados, estaba el
blanco ataúd con remaches de plata de Rosa. Doce cirios amarillos en candelabros de
bronce, iluminaban a la joven con un difuso resplandor. La habían vestido con su traje
de novia y puesto la corona de azahares de cera que guardaba para el día de su boda.
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