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La casa de los espíritus
Isabel Allende
-¿Cómo se siente, compañero? -preguntaron.
-¡Hijos de puta! ¡Yo no soy compañero de nadie! -bramó el viejo tratando de
incorporarse.
Tanto se debatió y gritó, que soltaron sus ligaduras y lo ayudaron a pararse, pero
cuando quiso salir, vio que las ventanas estaban tapiadas por fuera y la puerta cerrada
con llave. Trataron de explicarle que las cosas habían cambiado y ya no era el amo,
pero no quiso escuchar a nadie. Echaba espuma por la boca y el corazón amenazaba
con estallarle, lanzaba improperios como un demente, amenazando con tales castigos
y venganzas, que los otros terminaron por echarse a reír. Por último, aburridos, lo
dejaron solo encerrado en el comedor. Esteban Trucha se derrumbó en una silla,
agotado por el tremendo esfuerzo. Horas después se enteró de que se había
convertido en un rehén y que querían filmarlo para la televisión. Advertidos por el
chofer, sus dos guardaespaldas y algunos jóvenes exaltados de su partido habían
hecho el viaje hasta Las Tres Marías, armados con palos, manoplas y cadenas, para
rescatarlo, pero se encontraron con la guardia redoblada en el portón, encañonados
por la misma metralleta que el senador Trucha les había proporcionado.
-Al compañero rehén no se lo lleva nadie -dijeron los campesinos, y para dar énfasis
a sus palabras los corrieron a tiros.
Apareció un camión de la televisión a filmar el incidente y los inquilinos, que nunca
habían visto nada semejante, lo dejaron entrar y posaron para las cámaras con sus
más amplias sonrisas, rodeando al prisionero. Esa noche todo el país pudo ver en sus
pantallas al máximo representante de la oposición amarrado, echando espumarajos de
rabia y bramando tales palabrotas que tuvo que actuar la censura. El presidente
también lo vio y el asunto no le hizo gracia, porque vio que podía ser el detonante que
haría estallar el polvorín donde se asentaba su gobierno en precario equilibrio. Mandó a
los carabineros a rescatar al senador. Cuando éstos llegaron al fundo, los campesinos,
envalentonados por el apoyo de la prensa, no los dejaron entrar. Exigieron una orden
judicial. El juez de la provincia, viendo que podía meterse en un lío y salir también en
la televisión vilipendiado por los reporteros de izquierda, se fue apresuradamente a
pescar. Los carabineros tuvieron que limitarse a esperar al otro lado del portón de Las
Tres Marías, hasta que mandaran la orden de la capital. ,
Blanca y Alba se enteraron, como todo el mundo, porque lo vieron en el noticiario.
Blanca esperó hasta el día siguiente sin hacer comentarios, pero al ver que tampoco
los carabineros habían podido rescatar al abuelo, decidió que había llegado el momento
de volver a encontrarse con Pedro Tercero García.
-Quítate esos pantalones roñosos y ponte un vestido decente -ordenó a Alba.
Se presentaron ambas en el ministerio sin haber pedido cita. Un secretario intentó
detenerlas en la antesala, pero Blanca lo eliminó de un empujón y pasó con tranco
firme llevando a su hija a remolque. Abrió la puerta sin golpear e irrumpió en la oficina
de Pedro Tercero, a quien no veía desde hacía dos años. Estuvo a punto de retroceder,
creyendo que se había equivocado. En tan corto plazo, el hombre de su vida había
adelgazado y envejecido, parecía muy cansado y triste, tenía el pelo todavía negro,
pero más ralo y corto, se había podado su hermosa barba y estaba vestido con un
traje gris de funcionario y una mustia corbata del mismo color. Sólo por la mirada de
sus antiguos ojos negros Blanca lo reconoció.
-¡Jesús! ¡Cómo has cambiado...! -balbuceó.
A Pedro Tercero, en cambio, ella le pareció más hermosa de lo que recordaba, como
si la ausencia la hubiera rejuvenecido. En ese plazo él había tenido tiempo de
arrepentirse de su decisión y de descubrir que sin Blanca había perdido hasta el gusto
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