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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Sus ideas no eran ningún secreto, las divulgaba a todos los vientos y, no contento
con ello, iba de vez en cuando a tirar maíz a los cadetes de la Escuela Militar y gritarles
que eran unas gallinas. Tuvo que buscarse un par de guardaespaldas que lo vigilaran
de sus propios excesos. A menudo olvidaba que él mismo los había contratado y al
sentirse espiado sufría arrebatos de mal humor, los insultaba, los amenazaba con el
bastón y terminaba generalmente sofocado por la taquicardia. Estaba seguro de que si
alguien se proponía asesinarlo, esos dos imbéciles fornidos no servirían para evitarlo,
pero confiaba en que su presencia al menos podría atemorizar a los insolentes
espontáneos. Intentó también poner vigilancia a su nieta, porque pensaba que se
movía en un antro de comunistas donde en cualquier momento alguien podría faltarle
al respeto por culpa del parentesco con él, pero Alba no quiso oír hablar del asunto.
«Un matón a sueldo es lo mismo que una confesión de culpa. Yo no tengo nada que
temer», alegó. No se atrevió a insistir, porque ya estaba cansado de pelear con todos
los miembros de su familia y, después de todo, su nieta era la única persona en el
mundo con quien compartía su ternura y que lo hacía reír.
Entretanto, Blanca había organizado una cadena de abastecimiento a través del
mercado negro y de sus conexiones en las poblaciones obreras, donde iba a enseñar
cerámica a las mujeres. Pasaba muchas angustias y trabajos para escamotear un saco
de azúcar o una caja de jabón. Llegó a desarrollar una astucia de la que no se sabía
capaz, para almacenar en uno de los cuartos vacíos de la casa toda clase de cosas,
algunas francamente inútiles, como dos barriles de salsa de soja que le compró a unos
chinos. Tapió la ventana del cuarto, puso candado a la puerta y andaba con las llaves
en la cintura, sin quitárselas ni para bañarse, porque desconfiaba de todo el mundo,
incluso de Jaime y de su propia hija. No le faltaban razones. «Pareces un carcelero,
mamá», decía Alba, alarmada por esa manía de prevenir el futuro a costa de
amargarse el presente. Alba era de opinión que si no había carne, se comían papas, y
si no había zapatos, se usaban alpargatas, pero Blanca, horrorizada con la simplicidad
de su hija, sostenía la teoría de que, pase lo que pase, no hay que bajar de nivel, con
lo cual justificaba el tiempo gastado en sus argucias de contrabandista. En realidad,
nunca habían vivido mejor desde la muerte de Clara, porque por primera vez había
alguien en la casa que se preocupaba de la organización doméstica y disponía lo que
iba a parar en la olla. De Las Tres Marías llegaban regularmente cajones de alimentos
que Blanca escondía. La primera vez se pudrió casi todo y la pestilencia salió de los
cuartos cerrados, ocupó la casa y se desparramó por el barrio. Jaime sugirió a su
hermana que donara, cambiara o vendiera los productos perecibles, pero Blanca se
negó a compartir sus tesoros. Alba comprendió entonces que su madre, que hasta
entonces parecía ser la única persona equilibrada de la familia, también tenía sus
locuras. Abrió un boquete en el muro de la despensa, por donde sacaba en la misma
medida en que Blanca almacenaba. Aprendió a hacerlo con tanto cuidado para que no
se notara, robando el azúcar, el arroz y la harina por tazas, rompiendo los quesos y
desparramando las frutas secas para que pareciera obra de los ratones, que Blanca se
demoró más de cuatro meses en sospechar. Entonces