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La casa de los espíritus
Isabel Allende
-Eso no ha ocurrido nunca, tío, no seas ingenuo -replicaba Alba-. jamás dejarán que
ganen tus socialistas!
Ella trataba de explicar el punto de vista de Miguel: que no se podía seguir
esperando el lento paso de la historia, el laborioso proceso de educar al pueblo y
organizarlo, porque el mundo avanzaba a saltos y ellos se quedaban atrás, que los
cambios radicales nunca se implantaban por las buenas y sin violencias. La historia lo
demostraba. La discusión se prolongaba y ambos se perdían en una oratoria confusa
que los dejaba agotados, acusándose mutuamente de ser más testarudos que una
mula, pero al final se daban las buenas noches con un beso y quedaban ambos con la
sensación de que el otro era un ser maravilloso.
Un día a la hora de la cena, Jaime anunció que ganarían los socialistas, pero como
hacía veinte años que pronosticaba lo mismo, nadie le creyó.
-Si tu madre estuviera viva, diría que van a ganar los de siempre -le respondió el
senador Trueba desdeñosamente.
Jaime sabía por qué lo decía. Se lo había dicho el Candidato. Hacía muchos años que
eran amigos y Jaime iba a menudo a jugar ajedrez con él en la noche. Era el mismo
socialista que había estado postulando a la Presidencia de la República desde hacía
dieciocho años. Jaime lo había visto por primera vez a espaldas de su padre, cuando
pasaba en medio de una nube de humo en los trenes del triunfo, durante las campañas
electorales de su adolescencia. En aquellos tiempos el Candidato era un hombre joven
y robusto, con mejillas de perro cazador, que gritaba exaltados discursos entre las
pifias y la silbatina de los patrones y el silencio rabioso de los campesinos. Era la época
en que los hermanos Sánchez colgaron en el cruce de los caminos al dirigente
socialista y que Esteban Trueba azotó a Pedro Tercero García delante de su padre, por
repetir ante los inquilinos las perturbadoras versiones bíblicas del padre José Dulce
María. Su amistad con el Candidato nació por casualidad, un domingo en la noche que
lo mandaron del hospital a atender una emergencia a domicilio. Llegó a la dirección
indicada en una ambulancia del servicio, tocó el timbre y el Candidato en persona abrió
la puerta. Jaime no tuvo dificultad en reconocerlo, porque había visto su imagen
muchas veces y porque no había cambiado desde que lo viera pasar en su tren.
-Pase, doctor, lo estamos esperando -saludó el Candidato.
Lo condujo a la habitación de servicio, donde sus hijas intentaban ayudar a una
mujer que parecía estar asfixiándose, tenía la cara amoratada, los ojos desorbitados y
una lengua monstruosamente hinchada que le colgaba fuera de la boca.
-Comió pescado -le explicaron.
-Traigan el oxígeno que está en la ambulancia -dijo Jaime mientras preparaba una
jeringa.
-Se quedó con el Candidato, los dos sentados al lado de la cama, hasta que la mujer
empezó a respirar normalmente y pudo meter la lengua dentro de su boca. Hablaron
del socialismo y de ajedrez y ése fue el comienzo de una buena amistad. Jaime se
presentó con el apellido de su madre, que siempre usaba, sin pensar que al día
siguiente los servicios de seguridad del Partido entregarían al otro la información de
que era hijo del senador Trueba, su peor enemigo político. El Candidato sin embargo,
nunca lo mencionó y hasta la hora final, cuando ambos se estrecharon la mano por
última vez en el fragor del incendio y de las balas, Jaime se preguntaba si alguna vez
tendría el valor de decirle la verdad.
Su larga experiencia en la derrota y su conocimiento del pueblo, permitieron al
Candidato darse cuenta antes que nadie que en esa ocasión iba a ganar. Se lo dijo a
Jaime y agregó que la consigna era no divulgarlo, para que la derecha se presentara a
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