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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Jaime a buscarla, se colgó de su cuello, hundió la cara en su camisa y le dijo que no
quería ningún regalo, porque había decidido meterse a monja. Jaime se echó a reír con
una risa sonora y honda que le nacía de las entrañas y que ella sólo le había oído en
muy pocas ocasiones, porque su tío era un hombre taciturno.
-¡Te juro que es verdad! ¡Voy a meterme a monja! -sollozó Alba.
-Tendrías que nacer de nuevo -replicó Jaime-. Y además tendrías que pasar por
encima de mi cadáver.
Alba no volvió a vera Esteban García hasta que lo tuvo a su lado en el
estacionamiento de la universidad, pero nunca pudo olvidarlo. No contó a nadie de
aquel beso repugnante ni de los sueños que tuvo después, en los que él aparecía como
una bestia verde dispuesta a estrangularla con sus patas y asfixiarla introduciéndole un
tentáculo baboso en la boca.
Recordando todo eso, Alba descubrió que la pesadilla había estado agazapada en su
interior todos esos años y que García seguía siendo la bestia que la acechaba en las
sombras, para saltarle encima en cualquier recodo de la vida. No podía saber que eso
era una premonición.
A Miguel se le esfumó la decepción y la rabia de que Alba fuera nieta del senador
Trueba, la segunda vez que la vio deambular como alma perdida por los pasillos
cercanos a la cafetería donde se habían conocido. Decidió que era injusto culpar a la
nieta por las ideas del abuelo y volvieron a pasear abrazados. Al poco tiempo los besos
interminables se hicieron insuficientes y comenzaron a citarse en la pieza donde vivía
Miguel. Era una pensión mediocre para estudiantes pobres, regentada por una pareja
de edad madura con vocación para el espionaje. Observaban a Alba con indisimulada
hostilidad cuando subía de la mano con Miguel a su habitación y para ella era un
suplicio vencer su timidez y enfrentar la crítica de esas miradas que le arruinaban la
dicha del encuentro. Para evitarlos prefería otras alternativas, pero tampoco aceptaba
la idea de ir juntos a un hotel, por la misma razón que no quería ser vista en la
pensión de Miguel.
-¡Eres la peor burguesa que conozco! -se reía Miguel.
A veces él conseguía una moto prestada y se escapaban unas horas, viajando a una
velocidad suicida, acaballados en la máquina, con las orejas heladas y el corazón
ansioso. Les gustaba ir en invierno a las playas solitarias, andar sobre la arena mojada
dejando sus huellas que el agua lamía, espantar a las gaviotas y respirar a bocanadas
el aire del mar. En verano preferían los bosques más tupidos, donde podían retozar
impunemente una vez que eludían a los niños exploradores y a los excursionistas.
Pronto Alba descubrió que el lugar más seguro era su propia casa, porque en el
laberinto y el abandono de los cuartos traseros, donde nadie entraba, podían amarse
sin perturbaciones.
-Si las empleadas oyen ruidos, creerán que han vuelto los fantasmas -dijo Alba y le
contó del glorioso pasado de espíritus visitantes y mesas voladoras de la gran casa de
la esquina.
La primera vez que lo condujo a través de la puerta posterior del jardín, abriéndose
paso en la maraña y sorteando las estatuas manchadas de musgo y cagadas de
pájaro, el joven tuvo un sobresalto al ver la triste casona. «Yo he estado aquí antes»,
murmuró, pero no pudo recordar, porque esa selva de pesadilla y esa lúgubre mansión
apenas guardaban semejanza con la luminosa imagen que había atesorado en la
memoria desde su infancia.
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