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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Había estado en el Cristóbal Colón hacía algunos años, pero casi lo había olvidado.
En los últimos tiempos, el hotel había adquirido prestigio turístico y los provincianos
viajaban a la capital nada más que para visitarlo y después contarlo a sus amigos.
Llegamos al anticuado caserón, que por fuera se mantenía igual desde hacía
muchísimos años. Nos recibió un portero que nos condujo al salón principal, donde
recordaba haber estado antes, en la época de la matrona francesa o, mejor dicho, con
acento francés. Una muchachita, vestida como una escolar, nos ofreció un vaso de vino
a cuenta de la casa. Uno de mis amigos trató de tomarla por la cintura, pero ella le
advirtió que pertenecía al personal de servicio y que debíamos esperar a las
profesionales: Momentos después se abrió una cortina y apareció una visión de las
antiguas cortes árabes: un negro enorme, tan negro que parecía azul, con los
músculos aceitados, cubierto con unas bombachas de seda color zanahoria, un chaleco
sin mangas, turbante de lamé morado, babuchas de turco y un anillo de oro
atravesado en la nariz. Al sonreír, vimos que tenía todos los dientes de plomo. Se
presentó como Mustafá y nos pasó un álbum de retratos, para que eligiéramos la
mercancía. Por primera vez en mucho tiempo reí de buena gana, porque la idea de un
catálogo de prostitutas me pareció muy divertida. Hojeamos el álbum, donde había
mujeres gordas, delgadas, de pelo largo, de pelo corto, vestidas como ninfas, como
amazonas, como novicias, como cortesanas, sin que fuera posible para mí escoger
una, porque todas tenían la expresión pisoteada de las flores de banquete. Las últimas
tres páginas del álbum estaban destinadas a muchachos con túnicas griegas,
coronados de laureles, jugando entre falsas ruinas helénicas, con sus nalgas
regordetas y sus párpados pestañudos, repugnantes. Yo no había visto de cerca a
ningún marica confeso, excepto Carmelo el que se vestía de japonesa en el Farolito
Rojo, por eso me sorprendió que uno de mis amigos, padre de familia y corredor de la
Bolsa de Comercio, eligiera a uno de esos adolescentes culones de los retratos. El
muchacho surgió como por arte de magia detrás de las cortinas y se llevó a mi amigo
de la mano, entre risitas y contoneos femeninos. Mi otro amigo prefirió a una
gordísima odalisca, con quien dudo que haya podido realizar ninguna proeza, debido a
su edad avanzada y su frágil esqueleto, pero, en todo caso, salió con ella, también
tragados por la cortina.
-Veo que al señor le cuesta decidirse -dijo Mustafá cordialmente-. Permítame
ofrecerle lo mejor de la casa. Le voy a presentar a Afrodita.
Y entró Afrodita al salón, con tres pisos de crespos en la cabeza, mal cubierta por
unos tules drapeados y chorreando uvas artificiales desde el hombro hasta las rodillas.
Era Tránsito Soto, quien había adquirido un definitivo aspecto mitológico, a pesar de
las uvas chabacanas y los tules de circo.
-Me alegro de verlo, patrón -saludó.
Me llevó a través de la cortina y desembocamos en un breve patio interior, el
corazón de aquella laberíntica construcción. El Cristóbal Colón estaba formado por dos
o tres casas antiguas, unidas estratégicamente por patios traseros, corredores y
puentes hechos con tal fin. Tránsito Soto me condujo a una habitación anodina, pero
limpia, cuya única extravagancia eran unos frescos eróticos mal copiados de los de
Pompeya, que un pintor mediocre había reproducido en las paredes, y una bañera
grande, antigua, algo oxidada, con agua corriente. Silbé admirativamente.
-Hicimos algunos cambios en el decorado -dijo ella.
Tránsito se quitó las uvas y los tules, y volvió a ser la mujer que yo recordaba, sólo
que más apetecible y menos vulnerable, pero con la misma expresión ambiciosa de los
ojos que me cautivara cuando la conocí. Me contó de la cooperativa de prostitutas y
maricones, que había resultado formidable. Entre todos levantaron al Cristóbal Colón
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