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La casa de los espíritus
Isabel Allende
fresas, las gallinas se contagiaron de moquillo, se apestó la uva. Así el campo, que
había sido la fuente de su riqueza, llegó a ser una carga y a menudo el senador Trueba
tuvo que sacar dinero de otros negocios para apuntalar a esa tierra insaciable que
parecía tener ganas de volver a los tiempos del abandono, antes que él la rescatara de
la miseria.
-Tengo que ir a poner orden. Allá hace falta el ojo del amo -murmuraba.
-Las cosas están muy revueltas en el campo, patrón -le advirtió muchas veces su
administrador-. Los campesinos están alzados. Cada día hacen nuevas exigencias. Uno
diría que quieren vivir como los patrones. Lo mejor es vender la propiedad.
Pero Trueba no quería oír hablar de vender. «La tierra es lo único que queda cuando
todo lo demás se acaba», repetía igual como lo hacía cuando tenía veinticinco años y lo
presionaban su madre y su hermana por la misma razón. Pero, con el peso de la edad
y el trabajo político, Las Tres Marías, como muchas otras cosas que antes le parecieron
fundamentales, había dejado de interesarle. Sólo tenía un valor simbólico para él.
El administrador tenía razón: las cosas estaban muy revueltas en esos años. Así lo
andaba pregonando la voz de terciopelo de Pedro Tercero García, que gracias al
milagro de la radio, llegaba a los más apartados rincones del país. A los treinta y
tantos años seguía teniendo el aspecto de un rudo campesino, por una cuestión de
estilo, ya que el conocimiento de la vida y el éxito le habían suavizado las asperezas y
afinado las ideas. Usaba una barba montaraz y una melena de profeta que él mismo
podaba de memoria con una navaja que había sido de su padre, adelantándose en
varios años a la moda que después hizo furor entre los cantantes de protesta. Se
vestía con pantalones de tela basta, alpargatas artesanales y en invierno se echaba
encima un poncho de lana cruda. Era su traje de batalla. Así se presentaba en los
escenarios y así aparecía retratado en las carátulas de los discos. Desilusionado de las
organizaciones políticas, terminó por destilar tres o cuatro ideas primarias con las que
armó su filosofía. Era un anarquista. De las gallinas y los zorros evolucionó para cantar
a la vida, a la amistad, al amor y también a la revolución. Su música era muy popular
y sólo alguien tan testarudo como el senador Trucha pudo ignorar su existencia. El
viejo había prohibido la radio en su casa, para evitar que su nieta oyera las comedias y
folletines en que las madres pierden a sus hijos y los recuperan después de años, así
como evitar la posibilidad de que las canciones subversivas de su enemigo le
malograran la digestión. Él tenía una radio moderna en su dormitorio, pero sólo
escuchaba las noticias. No sospechaba que Pedro Tercero García era el mejor amigo de
su hijo Jaime, ni que se reunía con Blanca cada vez que ella salía con su maleta de
payaso tartamudeando pretextos. Tampoco sabía que algunos domingos asoleados
llevaba a Alba a trepar a los cerros, se sentaba con ella en la cima a observar la ciudad
y a comer pan con queso, y antes de dejarse caer rodando por las laderas, reventados.
de la risa como cachorros felices, le hablaba de los pobres, los oprimidos, los
desesperados y otros asuntos que Trueba prefería que su nieta ignorara.
Pedro Tercero veía crecer a Alba y procuró estar cerca de ella, pero no llegó a
considerarla realmente su hija, porque en ese punto Blanca fue inflexible. Decía que
Alba había tenido que soportar muchos sobresaltos y que era un milagro que fuera una
criatura relativamente normal, de modo que no había necesidad de agregarle otro
motivo de confusión respecto a su origen. Era mejor que siguiera creyendo la versión
oficial y, por otra parte, no quería correr el riesgo de que hablara del asunto con su
abuelo, provocando una catástrofe. De todos modos, el espíritu libre y contestatario de
la niña agradaba a Pedro Tercero.
-Si no es hija mía, merece serlo -decía, orgulloso.
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