LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 18
La casa de los espíritus
Isabel Allende
hicieron de mí un abstemio. No tengo buena cabeza para el trago, me emborracho con
facilidad. Descubrí eso a los dieciséis años y nunca lo he olvidado. Una vez me
preguntó mi nieta cómo pude vivir tanto tiempo solo y tan lejos de la civilización. No lo
sé. Pero en realidad debe haber sido más fácil para mí que para otros, porque no soy
una persona sociable, no tengo muchos amigos ni me gustan las fiestas o el bochinche,
por el contrario, me siento mejor solo. Me cuesta mucho intimar con la gente. En
aquella época todavía no había vivido con una mujer, así es que tampoco podía echar
de menos lo que no conocía. No era enamoradizo, nunca lo he sido, soy de naturaleza
fiel, a pesar de que basta la sombra de un brazo, la curva de una cintura, el quiebre de
una rodilla femenina, para que me vengan ideas a la cabeza aún hoy, cuando ya estoy
tan viejo que al verme en el espejo no me reconozco. Parezco un árbol torcido. No
estoy tratando de justificar mis pecados de juventud con el cuento de que no podía
controlar el ímpetu de mis deseos, ni mucho menos. A esa edad yo estaba
acostumbrado a la relación sin futuro con mujeres de vida ligera, puesto que no tenía
posibilidad con otras. En mi generación hacíamos un distingo entre las mujeres
decentes y las otras y también dividíamos a las decentes entre propias y ajenas. No
había pensado en el amor antes de conocer a Rosa y el romanticismo me parecía
peligroso e inútil y si alguna vez me gustó alguna jovencita, no me atreví a acercarme
a ella por temor a ser rechazado y al ridículo. He sido muy orgulloso y por mi orgullo
he sufrido más que otros.
Ha pasado mucho más de medio siglo, pero aún tengo grabado en la memoria el
momento preciso en que Rosa, la bella, entró en mi vida, como un ángel distraído que
al pasar me robó el alma. Iba con la Nana y otra criatura, probablemente alguna
hermana menor. Creo que llevaba un vestido color lila, pero no estoy seguro, porque
no tengo ojo para la ropa de mujer y porque era tan hermosa, que aunque llevara una
capa de armiño, no habría podido fijarme sino en su rostro. Habitualmente no ando
pendiente de las mujeres, pero habría tenido que ser tarado para no ver esa aparición
que provocaba un tumulto a su paso y congestionaba el tráfico, con ese increíble pelo
ver que le enmarcaba la cara como un sombrero de fantasía, su porte hada y esa
manera de moverse como si fuera volando. Pasó por delante de mí sin verme y
penetró flotando a la confitería de la Plaza de Armas. Me quedé en la calle,
estupefacto, mientras ella compraba caramelos de anís, eligiéndolos uno por uno, con
su risa de cascabeles, echándose unos a la boca y dando otros a su hermana. No fui el
único hipnotizado, en pocos minutos se formó un corrillo de hombres que atisbab an
por la vitrina. Entonces reaccioné. No se me ocurrió que estaba muy lejos de ser el
pretendiente ideal para aquella joven celestial, puesto que no tenía fortuna, distaba de
ser buen mozo y tenía por delante un futuro incierto. ¡Y no la conocía! Pero estaba
deslumbrado y decidí en ese mismo momento que era la única mujer digna de ser mi
esposa y que si no podía tenerla, prefería el celibato. La seguí todo el camino de vuelta
a su casa. Me subí en el mismo tranvía y me senté tras ella, sin poder quitar la vista de
su nuca perfecta, su cuello redondo, sus hombros suaves acariciados por los rizos
verdes que escapaban del peinado. No sentí el movimiento del tranvía, porque iba
como en sueños. De pronto se deslizó por el pasillo, y al pasar por mi lado sus
sorprendentes pupilas de oro se detuvieron un instante en las mías. Debí morir un
poco. No podía respirar y se me detuvo el pulso. Cuando recuperé la compostura, tuve
que saltar a la vereda, con riesgo de romperme algún hueso, y correr en dirección a la
calle que ella había tomado. Adiviné donde vivía al divisar una mancha color lila que se
esfumaba tras un portón. Desde ese día monté guardia frente a su casa, paseando la
cuadra como perro huacho, espiando, sobornando al jardinero, metiendo conversación
a las sirvientas, hasta que conseguí hablar con la Nana y ella, santa mujer, se
compadeció de mí y aceptó hacerle llegar los billetes de amor, las flores y las
18