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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Una vez que todo estuvo listo, abrí la puerta y permití que mis hijos y mi nieta se
despidieran de ella. Encontraron a Clara sonriente, limpia hermosa, como siempre
estuvo. Yo me había achicado diez centímetros, me nadaban los zapatos y tenía el pelo
definitivamente blanco, pero ya no lloraba.
-Pueden enterrarla -dije-. Aprovechen de enterrar también la cabeza de mi suegra,
que anda perdida en el sótano desde hace algún tiempo -agregué y salí arrastrando los
pies para que no se me cayeran los zapatos.
Así se enteró mí nieta que aquello que había en la sombrerera de cuero de cochino y
que le sirvió para jugar a las misas negras y poner de adorno en sus casitas del
sótano, era la cabeza de su bisabuela Nívea, que permaneció insepulta durante mucho
tiempo, primero para evitar el escándalo y después porque en el desorden de esta
casa, se nos olvidó. Lo hicimos con el mayor sigilo, para no dar que hablar a la gente.
Después que los empleados de la funeraria terminaron de colocar a Clara en su ataúd
y de arreglar el salón como capilla mortuoria, con cortinajes y crespones negros, cirios
chorreados y un altar improvisado sobre el piano, Jaime y Nicolás metieron en el ataúd
la cabeza de su abuela, que, ya no era más que un juguete amarillo con expresión
despavorida, para que descansara junto a su hija preferida.
El funeral de Clara fue un acontecimiento. Ni yo mismo me pude explicar de dónde
salió tanta gente dolida por la muerte de mi mujer. No sabía que conociera a todo el
mundo. Desfilaron procesiones interminables estrechándomela mano, una cola de
automóviles trancó todos los accesos al cementerio y acudieron unas insólitas
delegaciones de indigentes, escolares, sindicatos obreros, monjas, niños mongólicos,
bohemios y espirituados. Casi todos los inquilinos de Las Tres Marías viajaron, algunos
por primera vez en sus vidas, en camiones y en tren para despedirla. En la
muchedumbre vi a Pedro Segundo García, a quien no había vuelto a ver en muchos
años. Me acerqué a saludarlo, pero no respondió a mi señal. Se aproximó cabizbajo a
la tumba abierta y arrojó sobre el ataúd de Clara un ramo medio marchito de flores
silvestres que tenían la apariencia de haber sido robadas de un jardín ajeno. Estaba
llorando.
Alba, tomada de mi mano, asistió a los servicios fúnebres. Vio descender el ataúd en
la tierra, en el lugar provisorio que le habíamos conseguido, escuchó los interminables
discursos exaltando las únicas virtudes que su abuela no tuvo y cuando regresó a la
casa, corrió a encerrarse en el sótano a esperar que el espíritu de Clara se comunicara
con ella, tal cual se lo había prometido. Allí la encontré sonriendo dormida, sobre los
restos apolillados de Barrabás .
Esa noche no pude dormir. En mi mente se confundían los dos amores de mi vida,
Rosa, la del pelo verde, y Clara clarividente, las dos hermanas que tanto amé. Al
amanecer decidí que si no las había tenido en vida, al menos me acompañarían en la
muerte, de modo que saqué del escritorio unas hojas de papel y me puse a dibujar el
más digno y lujoso mausoleo, de mármol italiano color salmón con estatuas del mismo
material que representarían a Rosa y a Clara con alas de ángeles, porque ángeles
habían sido y seguirían siendo. Allí entre las dos, seré enterrado algún día.
Quería morir lo antes posible, porque la vida sin mi mujer no tenía sentido para mí.
No sabía que todavía tenía mucho que hacer en este mundo. Afortunadamente Clara
ha regresado, o tal vez nunca se fue del todo. A veces pienso que la vejez me ha
trastornado el cerebro y que no se puede pasar por alto el hecho de que la enterré
hace veinte años. Sospecho que ando viendo visiones, como un anciano lunático. Pero
esas dudas se disipan cuando la veo pasar por mi lado y oigo su risa en la terraza, sé
que me acompaña, que me ha perdonado todas mis violencias del pasado y que está
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