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La casa de los espíritus
Isabel Allende
intactos por la puerta principal rumbo a otros sitios, donde Jean los consumía en
parrandas secretas o bien vendía a un precio exorbitante. En la casa no recibían visitas
y a las pocas semanas las señoras de la localidad dejaron de llamar a Blanca. Se había
corrido el rumor que era orgullosa, altanera y de mala salud, lo cual aumentó la
simpatía general por el conde francés, quien adquirió fama de marido paciente y
sufrido.
Blanca se llevaba bien con su esposo. Las únicas oportunidades en que discutían era
cuando ella intentaba averiguar sobre las finanzas familiares. No podía explicarse que
Jean se diera el lujo de comprar porcelana y pasear en ese vehículo atigrado, si no le
alcanzaba el dinero para pagar la cuenta del chino del almacén ni los sueldos de los
numerosos sirvientes. Jean se negaba a hablar del asunto, con el pretexto de que ésas
eran responsabilidades propiamente masculinas y que ella no tenía necesidad de llenar
su cabecita de gorrión con problemas que no estaba en capacidad de comprender.
Blanca supuso que la cuenta de Jean de Satigny con Esteban Trueba tenía fondos
ilimitados y ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo con él, acabó por
desentenderse de esos problemas. Vegetaba como una flor de otro clima, dentro de
esa casa enclavada en arenales, rodeada de indios insólitos que parecía existir en otra
dimensión, sorprendiendo a menudo pequeños detalles que la inducían a dudar de su
propia cordura. La realidad le parecía desdibujada, como si aquel sol implacable que
borraba los colores también hubiera deformado las cosas que la rodeaban y hubiera
convertido a los seres humanos en sombras sigilosas.
En el sopor de esos meses, Blanca, protegida por la criatura que crecía en su
interior, olvidó la magnitud de su desgracia. Dejó de pensar en Pedro Tercero García
con la apremiante urgencia con que lo hacía antes y se refugió en recuerdos dulces y
desteñidos que podía evocar en todo momento. Su sensualidad estaba adormecida y
en las raras ocasiones en que meditaba sobre su desafortunado destino, se complacía
imaginándose a sí misma flotando en una nebulosa, sin penas y sin alegrías, alejada
de las cosas brutales de la vida, aislada, con su hija como única compañía. Llegó a
pensar que había perdido para siempre la capacidad de amar y que el ardor de su
carne se había acallado definitivamente. Pasaba interminables horas contemplando el
paisaje pálido que se extendía delante de su ventana. La casa quedaba en el límite de
la ciudad, rodeada por algunos árboles raquíticos que resistían el acoso implacable del
desierto. Por el lado norte, el viento destruía toda forma de vegetación y se podía ver
la inmen